jueves, 15 de enero de 2009

Las once mil vergas (XXXIX)

Todo buen soldado debe saber que en tiempo de guerra el onanismo es el único acto amoroso permitido. Masturbaos, pero no toquéis ni las mujeres ni las bestias.

Además, la masturbación es muy encomiable, pues permite a los hombres y a las mujeres acostumbrarse a su próxima y definitiva separación. Las costumbres, el espíritu, los vestidos y los gustos de los dos sexos se diferencian cada vez más. Ya sería hora de parar mientes en ello y me parece necesario, si se quiere sobresalir en la tierra, tener en cuenta esta ley natural que se impondrá pronto. El oficial se alejó, dejando que un pensativo Mony alcanzara la tienda de Fedor.

De golpe el príncipe percibió un extraño rumor, se hubiera dicho que un grupo de lloronas irlandesas se lamentaban por un muerto desconocido.

Al aproximarse el ruido se modificó, se hizo rítmico con golpes secos como si un director de orquesta loco golpeara con su batuta sobre su atril mientras la orquesta tocaba en sordina.
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El príncipe corrió más deprisa y un extraño espectáculo se ofreció ante sus ojos. Un grupo de soldados al mando de un oficial azotaban, por turno, con largas baquetas flexibles, la espalda de unos condenados desnudos de cintura para arriba.

Mony, cuyo grado era superior al del que mandaba a los sayones, quiso tomar el mando. Trajeron a un nuevo culpable. Era un bello muchacho tártaro que casi no hablaba el ruso. El príncipe le hizo desnudar completamente, luego los soldados le fustigaron de tal manera que el frío de la mañana le azotaba al mismo tiempo que las vergas que le cruzaban todo el cuerpo.
Permanecía impasible y esta calma irritó a Mony; dijo unas palabras al oído de Cornaboeux que trajo inmediatamente a una camarera del bar. Era una cantinera regordeta cuyas ancas y cuyo pecho rellenaban indecentemente el uniforme que la apretaba. Esta bella y gorda muchacha llegó, estorbada por su traje y marcando el paso de la oca.

–Está indecente, hija mía –le dijo Mony–; cuando se es una mujer como usted, una no se viste de hombre; cien vergajazos para enseñárselo.

La desgraciada temblaba con todos sus miembros, pero, a un gesto de Mony, los soldados le arrancaron la ropa.

Su desnudez contrastaba singularmente con la del tártaro.

El era muy alto, de rostro demacrado, con los ojos pequeños, astutos y tranquilos; sus miembros tenían esa delgadez que se le supone a Juan el Bautista, tras haber hecho un rato de langosta. Sus brazos, su pecho y sus piernas de halcón eran velludos; su pene circunciso iba tomando consistencia a causa de la fustigación y el glande estaba púrpura, del color de los vómitos de un borracho.

La cantinera, bello espécimen de alemana de Brunswick, era pesada de ancas; parecía una robusta yegua luxemburguesa soltada entre los sementales. Los cabellos rubio estopa la poetizaban bastante y las niñas renanas no debían ser de otra manera.

Unos pelos rubios muy claros le colgaban hasta la mitad de los muslos. Estas greñas cubrían completamente una mota muy abombada. Esta mujer respiraba una robusta salud y todos los soldados sintieron que sus miembros viriles se ponían por sí mismos en presenten-armas.
Mony pidió un látigo, que le trajeron. Lo puso en la mano del tártaro.–Puerco caporal –le gritó– si quieres conservar entera la piel, no te preocupes de la de esta puta.

El tártaro, sin contestar, examinó como un experto el instrumento de tortura compuesto de tiras de cuero a las que habían enganchado limadura de hierro.

La mujer lloraba y pedía gracia en alemán. Su blanco y rosado cuerpo temblaba. Mony la obligó a arrodillarse, luego, de un puntapié, la forzó a levantar el culazo. El tártaro agitó primero el knut en el aire, luego, levantando el brazo hasta muy arriba, iba a golpear, cuando la desgraciada kellnerina, que temblaba con todos sus miembros, dejó escapar un sonoro pedo que hizo reír a todos los asistentes y el knut cayó. Mony, con una verga en la mano, le cruzó el rostro diciéndole:

–Idiota, te he dicho que golpees, y no que rías.

A continuación, le entregó la verga ordenándole que primero fustigara con ella a la alemana para irla acostumbrando. El tártaro empezó a golpear con regularidad. Su miembro colocado detrás del culazo de la víctima se había endurecido, pero, a pesar de su concupiscencia, su brazo caía rítmicamente, la verga era muy flexible, los golpes silbaban en el aire, luego caían secamente sobre la piel tensa que se iba rayando.

El tártaro era un artista y los golpes que daba se unían para formar un dibujo caligráfico.

En la base de la espalda, encima de las nalgas, la palabra puta apareció claramente al cabo de poco tiempo.

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