–El general –dijo Héléne– educa él mismo a su hijo que tiene doce años. La metáfora del portero era poco explícita pues, más que alimentarse a sí mismo, el general ha encontrado conveniente este método para alimentar y adornar el espíritu de su vástago macho. Le inculca desde los fundamentos una ciencia que me parece bastante sólida, y el joven príncipe podrá sin vergüenza, más tarde, hacer un buen papel en los consejos del Imperio.
–El incesto –dijo Mony– hace milagros.
El general parecía estar en el colmo de la felicidad, y hacía rodar como un loco sus ojos blancos estriados de rojo.
–Serge –exclamaba con voz entrecortada– ¿sientes el instrumento que, no satisfecho con haberte engendrado, ha asumido igualmente la tarea de hacer de ti un joven perfecto? Acuérdate, Sodoma es un símbolo de la civilización. La homosexualidad hubiera convertido a los hombres en seres parecidos a los dioses y todas las desgracias vienen de este deseo que los diferentes sexos pretenden tener el uno del otro.
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Hoy no hay más que un medio para salvar a la desgraciada y santa Rusia, y es que, filópedos, los hombres profesen definitivamente el amor socrático, mientras las mujeres irán al peñasco de Leucade a tomar lecciones de safismo.
Lanzando un estertor voluptuoso, descargó en el encantador culo de su hijo.
El sitio de Port-Arthur había empezado, Mony y su ordenanza Cornaboeux estaban encerrados allí con las tropas del bravo Stoessel.
Mientras los japoneses intentaban forzar el recinto fortificado con alambradas, los defensores de la plaza se consolaban de los cañonazos que amenazaban con matarlos a cada momento, frecuentando asiduamente los cafés-cantantes y los burdeles que habían permanecido abiertos.
Esa noche Mony había cenado copiosamente en compañía de Cornaboeux y de varios periodistas. Habían comido un excelente filete de caballo, pescados del puerto y piña en conserva; todo ello regado con un excelente vino de Champagne.
A decir verdad, el postre había sido interrumpido por la inopinada llegada de un obús que estalló, destruyendo una parte del restaurante y matando a varios de los convidados. Mony estaba muy contento de esta aventura; con gran sangre fría había encendido su cigarro con el mantel que estaba ardiendo. Ahora se iba aun café-concierto con Cornaboeux.
–Este condenado general Kikodryoff –dijo por el camino–, es un notable estratega sin duda; adivinó el sitio de Port-Arthur y seguramente me ha hecho enviar aquí para vengarse de que yo haya descubierto sus relaciones incestuosas con su hijo. Igual que Ovidio, estoy expiando el crimen de mis ojos, pero no escribiré ni Las Tristes ni Las Pónticas. Prefiero gozar el tiempo que me queda por vivir.
Varias balas de cañón pasaron silbando por encima de su cabeza; dieron un salto para evitar a una mujer que yacía partida en dos por un obús y así llegaron ante Las Delicias del Padrecito.
Era el cafetucho chic de Port-Arthur. Entraron. La sala estaba llena de humo. Una cantante alemana, pelirroja, y de carnes desbordantes, cantaba con marcado acento berlinés, aplaudida frenéticamente por aquellos espectadores que entendían alemán. Enseguida cuatro girls inglesas, unas sisters cualesquiera, salieron a bailar unos pasos de giga, mezclada con algo de cake-walky de machicha. Eran unas muchachas muy lindas. Levantaban hasta muy arriba sus crujientes faldas para enseñar unos calzones adornados con cintitas, pero afortunadamente los calzones estaban cortados y en ocasiones dejaban ver sus grandes muslos encuadrados por la batista de las enaguas, o los pelos que atenuaban la blancura de su vientre. Cuando levantaban la pierna, sus coños musgosos se entreabrían. Cantaban:
My cosey córner girl
y fueron más aplaudidas que la ridicula fraulein que las había precedido.
Algunos oficiales rusos, probablemente demasiado pobres para pagarse una mujer, se masturbaban concienzudamente contemplando, con los ojos dilatados, este espectáculo paradisíaco en el sentido mahometano del término.
De vez en cuando, un potente chorro de semen brotaba de uno de esos miembros para ir a aplastarse sobre un uniforme vecino o incluso sobre una barba. Después de las girls, la orquesta atacó una bulliciosa marcha y el número sensacional se presentó en escena. Estaba formado por una española y un español. Sus trajes toreros causaron una viva impresión entre los espectadores que entonaron un Boje Tsaria Krany de circunstancias.
miércoles, 19 de noviembre de 2008
Las once mil vergas (XXXI)
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