jueves, 6 de noviembre de 2008

El andén de nieve

Hay días en que a uno le apetece subir a un tren, no para llegar a ninguna parte, aunque eso podría ser un extra nada desdeñable, sólo por sentirse viajando en un tren.
Muchas veces uno satisface ese deseo leyendo una buena historia, un cuento de trenes como este de Carlos Castán


«Aquel que nunca espera lo inesperable no lo descubrirá jamás, porque está cerrado a la búsqueda y a él ningún camino lleva.» Heráclito
En un tren de madera siempre puedes encontrarte con un soldado alemán, y puedes tener que saltar sobre la nieve si has olvidado tu pasaporte. Entonces te hallarías en medio de una Europa en guerra, con el tobillo torcido perdido en un bosque de niebla. Por eso ahora no los hacen así. No sería cómodo para los viajeros.

Desde los tiempos del Unión Pacific las compañías ferroviarias se vienen enfrentando a esta clase de prodigios. En secreto, han ido eliminando sin sembrar la alarma aquellos que, tras sesudos estudios en torreones alejados del mundo, se probó que dependían de trivialidades prescindibles. Así, sustituyendo materiales, esquivando poblaciones fantasmas, trastocando continuamente los horarios, bendiciendo las máquinas en el momento de su botadura, cambiando bruscamente la velocidad y hasta el sentido de la marcha se consiguió acabar con los más espectaculares sobreviviendo sólo, muy de tarde en tarde, alguna excepción que confirma la regla de la normalidad de forma y manera que no falta quien, si quiere contarlo, tiene que regresar en barco de su modesto viaje a Leganés.
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No obstante, después de tantos años, es poco probable, a decir verdad, sufrir a bordo de un tren de nuestros días un ataque comanche o vivir una aventura con los correos del zar. Me lo dijeron con nostalgia.

Hoy los perseguidores de prodigios recorren miles de kilómetros a la búsqueda de uno de ellos. Van y vienen incansables de una ciudad a otra con maletas semivacías y periódicos viejos doblados bajo el brazo. Algunos llevan sombreros de viajero, todos han perdido la esperanza varias veces bajo la lluvia de los andenes, que es la más cruel y la más fría que existe, porque el portento esquiva a los avisados y repetidores arrepentidos que, en su día, víctimas de su propio pánico ante el pasmo, dejaron huir la ocasión como locomotora que se adentra en la noche. Agotados, volverán a subir una y mil veces la escalinata del vagón, se dejarán caer pesadamente sobre su asiento y desplegarán sin mirarlo su diario a la vez que apoyan la cabeza en la ventanilla esperando el silbato que enciende a duras penas el desgastado ánimo.

Entre los más abandonados de estos buscadores está el señor Segriá, a quien conocí en un Talgo hace algunos años y que vivió sobre los raíles la historia de amor que calles y hoteles, bares y jardines le habían negado. Dijo que se sentó frente a él, que era rubia y tenía un encendedor de nácar. Dijo que su perfume es imposible de olvidar. De entrada creyó conocerla, pero en seguida descartó un encuentro anterior atribuyendo la sensación de familiaridad al larghetto de la Primera Sinfonía de Schumann. Dijo que sencillamente eran iguales. Dijo cosas así. Uno no sabe nunca si debe escuchar a los enamorados y armarse de impudor para creerlos, ni si piensan a base de latidos o pueden realmente compararse mujeres y música. Pero lo cierto es que la amó kilómetros y kilómetros. En ese viaje y en otros sucesivos, en el Costa Brava y en los coches-cama. Podría darse la vuelta al mundo con la duración de ese amor.

El obeso viajante catalán hubiera querido buscarle un sitio en tierra firme, ponerle un piso o llevarla al cine, poder caminar juntos por la calle, aunque sólo fuera eso, entrar a los cafés, ver alguna película, ya se sabe, enseñarla a los amigos. Ella siempre se negó. Con una sonrisa, le anunciaba su próximo viaje. Sí él insistía se estropeaba todo, la mujer se ponía triste y sólo quería dormir o leer sus revistas. Cuando el asunto se daba por zanjado volvía a ser la de antes. Todo estaba bien así, hubiese durado años. Segriá habría podido esperar regularmente para ser feliz a que el tren, como metáfora del deseo, se introdujese nuevamente en la noche con un movimiento de vaivén. A diario, incluso, de habérselo propuesto. Sin embargo, tuvo que seguirla. Fue en París —¿Llovía, me dijo si llovía?—. Después de despedirse como de costumbre en el andén, Segriá simuló dirigirse a la cola de los taxis pero echó a andar tras ella por la acera. (Comprobó qué distinto era su modo de caminar sobre un suelo inmóvil. Era consciente de que se estaba portando mal y de que sería severamente castigado por ello. De repente, sintió vértigo. Un pánico terrible de no verla más y al doblar la siguiente esquina no la vio más. Había desaparecido, literalmente. Fue así, por ese orden, primero supo que jamás volvería a verla, a continuación sintió miedo por ello y, finalmente, la perdió para siempre. No había en el lugar puertas ni ventanas, ni bares ni comercios en los que pudiera haber entrado. Tampoco circulaban coches a esa hora de la madrugada. Segriá se sorprendió a sí mismo buscando por la zona alguna alcantarilla abierta, mirando compulsivamente aquí y allá, arriba y abajo hasta que rompió a llorar; con las palmas de las manos apoyadas en el muro desconchado en que parecía haberse convertido su amante fue deslizándose hasta quedar sentado sobre su maletín de piel. Una vez más, con su centro en la garganta, el dolor se apoderaba de todo lo que hubiera vivo bajo un abrigo mojado. No hubo sonata de violines flotando en el aire. Sólo la amarga promesa de volver a encontrarla.

A partir de aquella conversación, que vino a confirmarme sospechas hasta el momento inconfesables, he ido comprobando que muchos de los pasajeros de los trenes desaparecen apenas abandonan la estación, cosa que puede verificar cualquiera. Basta con seguirlos cuando se apean del vagón, conocen las calles aledañas más discretas —al margen de sus trenes, ¿conocen algo más?— y hacia allí se dirigen en precario equilibrio, nerviosos y rápidos, con gestos de ratón. Llegado el instante oportuno, se esfuman. Los hay más bien torpes y por eso no es del todo imposible asistir al espectáculo vertiginoso de la ausencia, a la irrupción violenta, en una calle del mundo, del no-ser. Volvería a tomar forma al día siguiente en los servicios de ese mismo tren o de otro diferente. Por eso, si es que se han fijado, apenas la máquina inicia su marcha, siempre sale alguien de algún lavabo que segundos antes estaba vacío.

No sé de dónde surgen ni en qué pensamiento se dibuja su rostro por primera vez, si toman su aspecto de muertos de otros siglos o de sinfonías como entrevió Segriá o de pinturas olvidadas. Pero sé que no nacen ni acuden a los colegios, que su lenguaje es postizo y su soledad fingida porque desconocen el drama de la vida y su memoria es difusa y cambiante como las sombras en que se escabullen. Están hechos de carne, pero no les aguarda sepultura alguna; ríen, pero su dicha carece de sentido porque lo ignoran todo del dolor, nadie nunca les hizo llorar ni los libró al olvido. No estoy loco. No seré yo quien niegue que en un vagón cualquiera hay mayoría de gente como usted y como yo, personas que se dirigen de una ciudad a otra para cambiar de aires, asistir a funerales, retener amores o atender a la usura de sus negocios. Es cierto. Pero los seres de quienes hablo abundan más de lo que parece y lo que parece ya es bastante si se les sabe ver, sí nuestra mirada no se nos ha podrido por su cuenta entre los ojos. Tanta incredulidad empieza a cargarme. Añadiré que el elenco de prodigios ferroviarios no se acaba aquí, con estos hermosos prisioneros que armados de maletines, alzacuellos, cestas de huevos o diarios deportivos, en el breve margen de tiempo que les permite el trayecto, tratan sin fortuna de cambiarnos la vida.

Hay sucesos más sorprendentes. Conseguí que un beodo a quien en el barrio apodan Macario el ferroviario por la gorra que lleva, y porque siempre al pedir limosna dice que es para tomar el tren, me contara su historia.

Su estado era distinto y ordenada su vida cuando un atardecer de julio se dirigía a Madrid, donde debía esperarle su familia para ir todos juntos a la playa. Ya estaba casi llegando —Guadalajara había quedado atrás hacía un rato— cuando quedó asombrado por el frondoso bosque de abetos que se extendía al otro lado de su ventanilla. Arboles milenarios se alzaban, ¿diré majestuosos?, en una suave pendiente en la que podían verse pequeños arroyos transparentes. Consultó el reloj, se frotó los ojos, volvió a mirar el bosque de suelo de nieve y salió confundido del departamento en que se hallaba solo. Se acodó a la ventanilla del pasillo desde donde pudo contemplar aliviado las naves industriales próximas a Alcalá de Henares, el paisaje más familiar de descampados llenos de bidones oxidados y cascotes, neumáticos rotos y postes eléctricos. Abrió de par en par y respiró reconfortado ese aire que era el suyo. Estaba en la ruta correcta, estaba llegando a Madrid. Entró de nuevo en su departamento en el instante preciso en que, al otro lado del cristal, una ardilla emprendía su acrobático vuelo por las alturas. Se giró nuevamente hacía el pasillo y vio las latas de un basurero brillando al sol, nudos de carreteras secundarias y grandes almacenes de muebles y de hierros. Se hundió en su asiento pero esta vez dejando abierta la portezuela que da al pasillo de manera que pudiera ver la otra ventanilla. Intentó secarse un poco el sudor, encendió un cigarro, No daba crédito a semejante espectáculo. Sí miraba a su izquierda veía cementerios de automóviles, laberintos de uralita y latón, un cielo rosado y los bloques de viviendas de San Fernando o Barajas; si miraba a su derecha volvía a encontrarse con parajes de densas arboledas, prados en los que pasteaban vacas, cordilleras lejanas, caminos en la nieve que terminaban en casas humeantes. Se preguntó si habría muerto sin sentirlo, pero más allá de este disparate no fue capaz de pensar en nada. Giraba su cuello de un lado a otro cada vez con mayor rapidez hasta que quedó agotado. Decidió inclinar la cabeza y se dejó llevar.

El tren, por su lado izquierdo, entraba ya lentamente en la estación de Chamartín. Sintió el impulso de saltar por ese lado y completar los últimos metros a pie, sobre la maraña de vías, pero no lo hizo. La camisa totalmente empapada se le pegaba al cuerpo, se sentía los latidos en la sien. No quiso mirar pero miró una vez más a la derecha. En ese momento el tren, entre chirridos, comenzó a frenar hasta quedar totalmente detenido. Lo que vio le dejó inmóvil: sobre el andén totalmente nevado de lo que parecía ser la estación de una pequeña aldea se hallaba en solitario una mujer vestida de negro que sonriendo suavemente le llamaba por su nombre y aguardaba a que se bajase. Su rostro era de una vertiginosa belleza. Supo que la conocía desde siempre porque era desde siempre la mujer de sus sueños o, mejor dicho, era las mujeres de sus sueños porque estaban todas allí en una, en ella. La que estando enfermo le acercaba cuidadosamente su cuchara de jarabe, la que escalaba en la noche las tapias del cuartel para meterse en su catre, la que tomaba frenéticamente aviones para verle, la que enloquecía por él y se vestía con la ropa que le escogía en los escaparates en sus paseos solitarios, la que por no existir había convertido su vida en un paisaje sucio y desolado. Por su aspecto, le recordaba algo a su primer amor pero con las facciones más suaves y más bellas, más irreal y más alta, bastante más hermosa. No, no era como su primer amor, era como la canción de su primer amor, era ese vals.

En el otro lado, sus hijos ya lo habían localizado y golpeaban impacientes con los nudillos en el cristal, a la vez merendaban y llevaban los labios llenos de aceite y migas. Unos metros más atrás, su mujer les gritaba algo, probablemente que dejaran de encaramarse al vagón. En su cara se veía que estaba harta de aguantar a los niños, de sus varices y del retraso del tren. Recordó que había olvidado unos encargos de última hora y le dolió la cabeza. A la derecha, la mujer seguía llamándolo, le hacía señas con la mano, le mostraba un carruaje de caballos junto a una cantina de madera, un camino bajo los árboles. En el andén de nieve alguien hizo sonar un silbato, no quedaba gente en el vagón. Había que apearse ya, pero ¿por qué lado? Comenzó a llorar. La mujer de negro se acercó a la ventanilla, tocó con sus dedos el cristal. El hombre cerró fuertemente los ojos, emitió un sollozo grotesco y saltó hacia el otro lado. En dos zancadas ya estaba respirando el aire denso de Madrid. «¿Es que siempre siempre tienes que bajar el último?» Escuchó. Había que pasar por casa de tía Presen porque se lo habían prometido, vaya horas, el pequeño no había podido venir porque está con fiebre, tenían que comprar no sé qué por el camino, vigilar a los chicos que no crucen sin mirar y dejen de pegarse, la abuela y Mari Puri vendrán al mismo hotel.

Deseó que la tierra le tragase allí mismo. Por entre dos vagones se asomó al otro costado del tren pero no había más que andenes y todos formaban parte de la estación de Chamartín y en todos era el mes de julio. A partir de entonces el sentido de su vida se redujo a la búsqueda de una segunda oportunidad que nunca llegaría. Sus pocas esperanzas le llevaron a luchar en un segundo frente, no menos imposible y sórdido que es el del olvido. Si abandonó a su familia fue porque para él se redujo a un recordatorio cruel del episodio y la mera comparación de su compañía con la de la mujer que no lograba borrar de su mente le producía vómitos. Las tabernas forman parte de lo mismo.

Y ustedes no fantaseen. Sé perfectamente por qué lado habrían bajado del tren. No es mi caso. Mis escasas posibilidades se reducen a que el ferrocarril ignore que conozco cuanto les he contado. Así que a callar. No les costará un gran trabajo guardar silencio ya que en ningún momento me han creído. Bastante difícil lo tengo y lo sé, no albergo demasiadas esperanzas. Entretanto, viajo a menudo en tren: hablo con los viajeros cuando ya estoy harto de escuchar a los humanos.

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Caosmeando

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