Una mañana, el príncipe Mony Vibescu, completamente desnudo y bello como el Apolo de Belvedere, hacía un 69 con Cornaboeux. Los dos chupaban golosamente sus respectivos jarabes y sopesaban con voluptuosidad unos discos que no tenían nada que ver con los de fonógrafo. Descargaron simultáneamente y el príncipe tenía la boca llena de semen cuando un ayuda de cámara inglés y muy correcto entró, tendiéndole una carta en una bandeja roja.”
La carta anunciaba al príncipe Vibescu que había sido nombrado teniente en Rusia, a título de extranjero, en el ejército del general Kuropatkin.
El príncipe y Cornaboeux manifestaron su entusiasmo con recíprocas enculadas. Se equiparon inmediatamente y se dirigieron a San Petersburgo antes de reunirse con su cuerpo de ejército.
–La guerra me va –declaró Cornaboeux– y los culos de los japoneses deben de ser muy sabrosos.
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–Los coños de las japonesas son realmente deliciosos –añadió el príncipe retorciéndose el bigote.
—Su Excelencia el general Kokodryoff no puede recibir a nadie en este momento. Está mojando bastoncitos en su huevo pasado por agua.
—Pero —contestó Mony al portero—, soy su ayudante de campo. Vosotros, petropolitanos, sois ridículos con vuestras continuas sospechas... ¡Mira mi uniforme! Si me han llamado a San Petersburgo, supongo que no será para hacerme sufrir los exabruptos de los porteros.
—¡Muéstreme sus papeles! —dijo el cerbero, un tártaro colosal.
—¡Helos aquí! —espetó secamente el príncipe, poniendo su revólver bajo la nariz del aterrorizado portero, que se inclinó para dejar pasar al oficial. Mony subió rápidamente (haciendo sonar sus espuelas) al primer piso del palacio del general príncipe Kokodryoff con el que debía partir hacia Extremo Oriente. Todo estaba desierto y Mony, que no había visto a su general más que la víspera en el palacio del Zar, estaba asombrado ante este recibimiento. Sin embargo el general le había citado y era la hora exacta que él mismo había fijado. Mony abrió una puerta y penetró en un gran salón desierto y obscuro que atravesó murmurando:
—A fe mía, tanto peor, el vino está servido, hay que beberlo. Continuemos nuestras investigaciones.
Abrió una nueva puerta que se volvió a cerrar sola tras él. Se encontró en una habitación más obscura todavía que la precedente. Una suave voz de mujer dijo en francés:
–Fedor, ¿eres tú?
–¡Sí, mi amor, soy yo! –dijo en voz baja, pero resueltamente, Mony, cuyo corazón latía tan deprisa que parecía iba a estallar.
Avanzó rápidamente hacia el lado de donde venía la voz y encontró una cama. Una mujer completamente vestida estaba acostada encima. Abrazó apasionadamente a Mony proyectándole su lengua en la boca.
Este respondía a sus caricias. Le levantó las faldas. Ella separó los muslos. Sus piernas estaban desnudas y un delicioso perfume de verbena emanaba de su piel satinada, mezclado con los efluvios del odor di femina. Su coño, en el que Mony asentaba la mano, estaba húmedo. Ella murmuraba:
–Forniquemos... Ya no puedo más... Granuja, hacía ocho días que no venías.
Pero Mony, en vez de contestar, había sacado su amenazadora verga y, totalmente a punto, se metió en la cama e hizo entrar su rudo machete en la peluda raja de la desconocida que inmediatamente agitó las nalgas diciendo:
—Entra mucho... Me haces gozar...
Al mismo tiempo ella llevó su mano a la base del miembro que la festejaba y empezó a palpar esas dos bolitas que le sirven de adorno y que se llaman testículos (no —como se cree comúnmente— porque sirvan de testigos a la consumación del acto amoroso, sino más bien porque son las pequeñas testas que encierran la materia cervical que brota de la méntula o pequeña inteligencia, del mismo modo que la testa contiene el cerebro que es la sede de todas las funciones mentales). La mano de la desconocida sobaba cuidadosamente los testículos de Mony. De repente, lanzó un grito, y de una culada, desalojó a su fornicador:
–Me estáis engañando, señor, mi amante tiene tres.
jueves, 30 de octubre de 2008
Las once mil vergas (XXVII)
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