–Ahora –dijo Cornaboeux– tenemos que salir por piernas.
Se limpiaron y se vistieron. Eran las seis de la mañana. Saltaron por la portezuela y valientemente se acostaron sobre los estribos del tren lanzado a toda velocidad. Luego, a una señal de Comaboeux, se dejaron caer suavemente sobre el balasto de la vía. Se levantaron algo aturdidos, pero sin ningún daño, y saludaron con un estudiado gesto al tren que ya se empequeñecía al alejarse.
–¡Ya era hora! –dijo Mony.
Alcanzaron el pueblo más cercano, reposaron dos días en él, luego volvieron a tomar el tren para Bucarest.
El doble asesinato en el Orient-Express alimentó los periódicos durante seis meses. No encontraron a los asesinos y el crimen fue cargado en la cuenta de Jack el Destripador, que tiene unas espaldas muy anchas.
En Bucarest, Mony recogió la herencia del vicecónsul de Servia. Sus relaciones con la colonia servia le hicieron recibir, una tarde, una invitación para pasar la velada en casa de Natacha Kolowitch, la esposa del coronel encarcelado por su hostilidad a la dinastía de los Obrenovitch.
Mony y Cornaboeux llegaron hacia las ocho de la tarde. La bella Natacha estaba en un salón tapizado en negro, iluminado con velas amarillentas y adornado con tibias y calaveras:
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–Príncipe Vibescu –dijo la dama–, vais a asistir a una sesión secreta del comité antidinástico de Servia. Esta noche se votará, no me cabe la menor duda, la muerte del infame Alejandro y de Draga Machine, su puta esposa; se trata de restablecer al rey Pedro Karageorgevitch en el trono de sus antepasados. Si reveláis lo que veréis y oiréis, una mano invisible os matará, estéis donde estéis. Mony y Cornaboeux se inclinaron. Los conjurados llegaron de uno en uno. André Bar, el periodista parisino, era el alma del complot. Llegó, fúnebre, envuelto en una capa española.
Hicieron entrar a una extraña pareja: un muchachito de diez años vestido de gala, el sombrero bajo el brazo, acompañado por una niña encantadora que no tendría más de ocho años; estaba vestida de novia; su traje de satén blanco estaba adornado con ramilletes de flores de naranjo.
El pope les dio un sermón y les casó haciéndoles intercambiar los anillos. Enseguida, les exhortaron a fornicar. El muchachito sacó una colita parecida a un dedo meñique y la recién casada, arremangando su emperifollada falda, mostró sus pequeños muslos blancos en lo alto de los cuales miraba con la boca abierta una pequeña abertura imberne y rosada como el interior del pico abierto de un grajo que acaba de nacer. Un silencio religioso planeaba sobre la asamblea. El muchachito se esforzó para penetrar a la niña. Como no podía conseguirlo, le quitaron los pantalones y, para excitarlo, Mony le dio una graciosa azotaina, mientras que Natacha, con la punta de la lengua, le cosquilleaba su pequeño glande y sus cojoncillos. El muchachito comenzó la erección y así pudo desvirgar a la niña. Cuando hubieron cruzado sus espadas durante diez minutos, les separaron, y Cornaboeux agarrando al muchachito le desfondó el ano por medio de su potente machete. Mony no pudo aguantar sus ganas de joder a la niña. La cogió, la sentó a horcajadas encima de sus muslos y le hundió su viviente bastón en la minúscula vagina. Los dos niños lanzaban gritos aterradores y la sangre chorreaba alrededor de los miembros de Mony y de Cornaboeux.
Inmediatamente, colocaron a la niña sobre Natacha y el pope que acababa de terminar la misa le levantó las faldas y empezó a azotar su blanco y encantador culito. Natacha se levantó entonces, y montando a André Bar sentado en un sillón, se penetró con el enorme miembro del conjurado. Comenzaron un brioso San Jorge, como dicen los ingleses.
El muchachito, arrodillado ante Cornaboeux, le chupaba el dardo mientras lloraba a lágrima viva. Mony enculaba a la niña que se debatía como un conejo que van a degollar. El resto de los conjurados se enculaban con terribles ademanes. Natacha se levantó enseguida y, girándose, tendió su culo a todos los conjurados que se acercaron a fornicarla por riguroso turno. En este momento, hicieron entrar a una nodriza con cara de madona y cuyas enormes ubres estaban llenas hasta reventar de una leche generosa. La hicieron ponerse a cuatro patas y el pope empezó a ordeñarla como a una vaca, en los vasos sagrados. Mony enculaba a la nodriza cuyo culo de una resplandeciente blancura estaba tan tenso que parecía a punto de reventar. Hicieron mear a la niña hasta llenar el cáliz. Entonces los conjurados comulgaron bajo las especies de leche y de orines.
Luego, agarrando las tibias, juraron dar muerte a Alejandro Obrenovitch y a Draga Machine, su esposa.
La velada se acabó de una manera infame. Hicieron subir a varias viejas, la más joven de las cuales tenía setenta y cuatro años, y los conjurados las jodieron de todas las formas posibles. Mony y Cornaboeux se retiraron hastiados hacia las tres de la mañana. Una vez en casa, el príncipe se desnudó y tendió su bello culo al cruel Cornaboeux que le enculó ocho veces seguidas sin desencular. Daban un nombre a estas sesiones cotidianas: su disfrute penetrante.
Durante algún tiempo, Mony llevó esta vida monótona en Bucarest. El rey de Servia y su mujer fueron asesinados en Belgrado. Este crimen pertenece a la historia y ya ha sido juzgado de diversas maneras. La guerra entre el Japón y Rusia estalló inmediatamente.
domingo, 26 de octubre de 2008
Las once mil vergas (XXVI)
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