–Señorita, no he hecho más que veros por primera vez y, loco de amor, he sentido mis órganos genitales dirigirse hacia vuestra belleza soberana y me he enardecido como si hubiera bebido un vaso de raki.
–¿Dónde? ¿Dónde?
–Pongo mi fortuna y mi amor a vuestros pies. Si os tuviera en una cama, os probaría mi pasión veinte veces seguidas. ¡Que las once mil vírgenes o incluso que once mil vergas me castiguen si miento!
–¡Y cómo!
–Mis sentimientos no son falaces. No hablo así a todas las mujeres. No soy un calavera.
–¡Tu hermana!
Esta conversación se producía en el boulevard Malesherbes, una mañana soleada. El mes de mayo hacía renacer la naturaleza y los gorriones parisinos piaban al amor en los árboles reverdecidos.
Galantemente, el príncipe Mony sostenía esta conversación con una bonita y esbelta muchacha que, vestida con elegancia, bajaba hacia la Madeleine. Andaba tan deprisa que tenía dificultades para seguirla. De golpe ella se giró bruscamente y se desternilló de risa:
–Acabaréis pronto; ahora no tengo tiempo. Voy a la calle Duphot a ver a una amiga, pero si estáis dispuesto a mantener a dos mujeres desesperadas por el lujo y por el amor, si en definitiva sois un hombre, por la fortuna y el poder copulativo, venid conmigo.
miércoles, 24 de septiembre de 2008
Las once mil vergas (VIII)
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