Luego agarrando a una de ellas, quiso besarle la boca. Era Tone, una bella morena cuyo cuerpo completamente blanco tenía, en los mejores lugares, unos preciosos lunares, que realzaban su blancura; su rostro era blanco también y un lunar en la mejilla izquierda hacía muy picante el semblante de esta graciosa muchacha.
Su busto estaba adornado con dos soberbios pechos duros como el mármol, cercados de azul, coronados por unas fresas rosa suave, el de la derecha coquetamente manchado por un lunar colocado allí como una mosca, una mosca asesina.
Mony Vibescu al agarrarla había pasado las manos bajo su voluminoso culo que parecía un hermoso melón que hubiera crecido al sol de medianoche, tan blanco y prieto era. Cada una de sus nalgas parecía haber sido tallada en un bloque de Carrara sin defecto alguno y los muslos que descendían debajo de ellas eran perfectamente redondos como las columnas de un templo griego. ¡Pero qué diferencia! Los muslos estaban tibios y las nalgas, frías, lo que es un síntoma de buena salud. La azotaina las había vuelto un poco rosadas, de tal modo que de esas nalgas se podría decir que estaban hechas de nata mezclada con frambuesas. Esta visión excitaba hasta el límite de la lujuria al pobre Vibescu. Su boca chupaba alternativamente los firmes pechos de Tone, o bien posándose sobre el cuello o sobre el hombro dejaba marca de sus chupadas. Sus manos sostenían firmemente ese prieto y opulento culo como si fuera una sandía dura y pulposa. Palpaba esas nalgas reales y había insinuado el índice en el agujero del culo que era de una estrechez que embriagaba. Su grueso miembro que crecía cada vez más iba a abrir brecha en un encantador coño coralino coronado por un toisón de un negro reluciente.
viernes, 19 de septiembre de 2008
Las once mil vergas (IV)
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