Se hace llamar Maxim. Argentina, pelirroja, piel sedosa, poco pecho, pezones rosaditos, buena cola, simpática, algo engreída pero valía sus 150 la hora.
Mi intención era ir un escalón más allá, saborear una ostra en vez de un solomillo. Pero mis esperanzas de encontrar la panacea puteril se diluyeron tras despedirme y cruzar la puerta de su discretito apartamento. Seguramente la desilusión definitiva era mi objetivo.
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En mis inicios, comencé escalonadamente. La primera noche me dejé llevar, en plena calle, por las llamadas de una nigeriana. Como quien no quiere la cosa, fui directo a buscar un canto de sirena. Y por el precio de un par de copas de más, disfruté del sabor del ébano en un rincón de un edificio a medio construir. "Tu, guapo" fue su frase-enganche de despedida.
Mi siguiente gran paso fue atreverme a disfrutar del sexo concertado sin una gota de alcohol ingerida. Como era de esperar, cumplí con creces y no me costó lo más mínimo (al bolsillo si). El caso es que se disfruta más una experiencia de este tipo, a la par que uno empieza a verle más defectos a la susodicha, tanto en el trato como en la geografía femenina.
El tercer escalón lo acometí gracias a mi inserción laboral. Tanto tienes, tanto gastas. De putas de baratillo pasé a la lotería puteril (de 30 pasé a 70). Unos días me acostaba con diosas y otros eran un infierno, aquí no hay comisión que regule el negocio. Por timidez y estupidez nunca rechacé a una señorita con la que había concertado cita, por mucho que no se pareciese a la fotito de su book.
Poco a poco el morbo va desapareciendo, lo prohibido se vuelve natural y ya no excita saltarse las reglas. La comodidad de follar cuando uno quiera se vuelve en incomodidad cuando uno va descubriendo gemidos fingidos, cuando notas que no eres el primero ni el último, cuando tu cartera llora por estar vacía. La necesidad se va disipando cuando cada dos por tres te preguntan si tienes novia, que por qué no la tienes, o cuando, en el día a día, una chica se interesa por ti sin tu mover un dedo. Y los instintos animales, esos, esos malnacidos son difíciles de reprimir, sólo la voluntad los ha parado dos o tres veces, pero ya no hará falta más voluntad.
Como decía, con Maxim he subido otro escalón (entre otros muchos que he omitido). De ninguna manera subiré al siguiente: más precio, más ¿calidad?, más discreción... Prefiero bajarme de la escalera. ¿Para qué más? Ya no me siento como antes, ya no estoy satisfecho, ya no estoy cómodo, ya no me llenan las señoritas de pago, nunca me han llenado el alma. Lo que no quiere decir que no haya sido una experiencia vital, un desenfreno y divertimento lleno de anécdotas, de chicas de todos los colores y de momentos únicos. Pero después de tantos prostíbulos, de tantas duchas previas, de tantos condones en la basura, de tantos engaños y desengaños, es hora de terminar. Es hora de evitar de una vez que mi dignidad se arrastre por el suelo y se regodee con ratas y cucarachas.
El sexo es un gran regalo, un premio. Es lo más íntimo, es un pecado banalizarlo. El hombre debe superar sus instintos, sus ansias de sexo, su promiscuidad. Prefiero que mi recuerdo se alimente de citas frustradas que de coños de entra paga y vete. He redescubierto lo que quiero ser y lo que no.
martes, 15 de abril de 2008
Mi última puta
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