Nueva entrega de la Elegía a Jesús Menéndez que nos sirve para conocer su historia, cantada por Nicolás Guillén        III
 
                                           ...si no hay entre nosotros   
                                       hombre a quien este bárbaro no afrente?   
                                                                 Lope de Vega 
 Mirad al Capitán del Odio,   
 entre un buitre y una serpiente;   
 amargo gemido lo busca,   
 metálico viento lo envuelve.   
 En una ráfaga de pólvora   
 su rostro lívido se pierde;   
 parte a caballo y es de noche,   
 pero tras él corre la Muerte.   
     
Seguir Leyendo... 
 
 Allá donde anda su revólver   
 en diálogos con su machete   
 y le yelan cuatro fusiles   
 el pesado sueño que duerme,   
 libre prisión un alto muro   
 su duro asilo le concede.   
 ¡Oh capitán, el bien guardado!   
 Pero tras él corre la Muerte.    
     
 Quien le cuajara en nueve lunas   
 el violento perfil terrestre,   
 si doce meses lo maldice,   
 también lo llora doce meses.   
 Un angustiado puente líquido   
 de rojas lágrimas le tiende:   
 lo pasa huyendo el capitán   
 pero tras él corre la Muerte.   
     
 Quien le engendró dientes de lobo   
 soñándole angélica veste,   
 el ojo fijo arder le mira   
 y en lenta baba revolverse.   
 Baja, buscándole en el bosque   
 cubil seguro en que esconderle:   
 huye hasta el bosque el capitán,   
 pero tras él corre la Muerte.   
     
 Un mozo de dorado bozo,   
 de verde tronco y hojas verdes,   
 derrama en el viento su voz,   
 llora por la sangre que tiene.   
 ¡Ay, sangre (sollozando dice)   
 cómo me quemas y me dueles!   
 El capitán huye en un grito,   
 pero tras él corre la Muerte.   
     
 Quien de sus rosas amorosas   
 le regaló la de más fiebre,   
 teje una cruel corona oscura   
 y es con vergüenza como teje.  
 Le resplandece el corazón   
 en la gran noche de la frente;   
 huye sin verla el capitán,   
 pero tras él corre la Muerte.   
     
 En medio de las cañas foscas   
 galopa el hirsuto jinete;   
 va con un látigo de fósforo   
 y el odio cuando pasa enciende.   
 Jesús Menéndez se sonríe,   
 desde su pulmón amanece:   
 huye de un golpe el capitán,   
 pero tras él corre la Muerte.   
     
IV
 
 Un corazón en el pecho   
 de crímenes no manchado.   
 Plácido   
 Jesús es negro y fino y prócer, como un bastón   
 de ébano, y tiene los dientes blancos y corteses,   
 por lo que su boca se abre siempre amanecida;   
     
 Jesús brilla a veces con ojos tristes y dulces;   
 a veces óyese bramar en sus ojos un agua embravecida;   
     
 Jesús dice carro, río, ferrocarril, cigarro,   
 como un francés renuente a olvidar su lengua   
 de niño, nunca perdida;  
     
 pero es cubano y su padre habló con Maceo; su   
 padre, que llevaba en el hombro una estrella de   
 oro, una ardiente estrella encendida;   
     
 alguna vez anduve con Jesús transitando de   
 sueño en sueño su gran provincia llena de hombres   
 que le tendían la mocha encallecida;   
   
   su gran provincia llena de hombres que gritaban   
 ¡Oh Jesús! como si hubieran estado esperando   
 largamente su venida;   
     
 viósele entonces hablarles sin tribuna y tan   
 cerca de ellos que les contaba los poros y les   
 olía la piel agria y repartida;   
     
 se le vio luego sentárseles a la mesa   
 de blanco arroz y oscura carne; a la mesa sin vino   
 ni mantel, y presidirles la comida;   
     
 Jesús nació en el centro de su isla y allí   
 se le descubre desde el mar, en los días claros,   
 cubierto de nubes fijas;   
     
 ¡subid, subidlo y contemplaréis desde su frente   
 con qué fragor hierve a sus pies y se renueva   
 en ondas interminables la vida!    
                            V
           
                                     Vuelve a buscar a aquél que lo ha herido,   
                                     y, al punto que miró, lo conocía                     
                                                     Ercilla   
Los grandes muertos son inmortales: no mueren nunca. Parece que se marchan; parece que se los llevan, que se pudren, que se deshacen. Pensamos que la última tierra que les llena la boca va a enmudecerlos para siempre. Pero la lengua se les hincha, les crece; la lengua se les abre como una semilla bárbara y expulsa un árbol gigantesco, un árbol duro, cargado de plumas y de nidos. ¿Quién vio caer a Jesús? Nadie lo viera, ni aun su asesino. Quedó en pie, rodeado de cañas insurrectas, de cañas coléricas. Y ahora grita, resuena, no se detiene. Marcha por un camino sin término, hecho de tiempo sutil, polvoriento de instantes menudos, como una arena fina. No esperes a que Jesús te bendiga y te oiga cada año, luego de la romería y el sermón y la salve y el incienso, porque él no espera tanto tiempo para hablarte. Te habla siempre, como un dios cotidiano, a quien puedes tocar la piel húmeda temblorosa de latidos, de pequeñas mariposas de fuego aleteándole en las venas; te habla siempre como un amigo puro que no desaparece. El desaparecido es el otro. El vivo es el muerto, cuya persistencia mineral es apenas una caída anticipada, un adelanto lúgubre. El vivo es el muerto. Rojo de sangre ajena, habla sin voz y nadie le atiende ni le oye. El vivo es el muerto. Anda de noche en noche y amenaza en el aire con un puño de agua podrida. El vivo es el muerto. Con un puño de limo y cloaca, que hiede como el estómago de una hiena. El vivo es el muerto. ¡Ah, no sabéis cuántos recuerdos de metal le martillean a modo de pequeños martillos y le clavan largos clavos en las sienes!
                 Caña Manzanillo ejército             
 bala yanqui azúcar   
 crimen Manzanillo huelga   
 ingenio partido cárcel   
 dólar Manzanillo viuda   
 entierro hijos padres   
 venganza Manzanillo zafra.   
Un torbellino de voces que lo rodean y golpean, o que de repente se quedan fijas, pegadas al vidrio celeste. Voces de macheteros y campesinos y cortadores y ferroviarios. Ásperas voces también de soldados que aprietan un fusil en las manos y un sollozo en la garganta.
                           Yo bien conozco a un soldado,             
 compañero de Jesús,   
 que al pie de Jesús lloraba   
 y los ojos se secaba   
 con un pañolón azul.   
 Después este son cantaba:   
     
 Pasó una paloma herida,   
 volando cerca de mí;   
 roja le brillaba un ala,   
 que yo la vi,    
     
 Ay, mi amigo,   
 he andado siempre contigo:   
 tú ya sabes quién tiró,   
 Jesús, que no he sido yo.   
 En tu pulmón enterrado   
 alguien un plomo dejó,   
 pero no fue este soldado,   
 pero no fue este soldado,   
 Jesús,   
 ¡por Jesús que no fui yo!   
     
 Pasó una paloma herida,   
 volando cerca de mí;   
 rojo le brillaba el pico,   
 que yo la vi.   
     
 Nunca quiera   
 contar si en mi cartuchera   
 todas las balas están:   
 nunca quiera, capitán.   
 Pues faltarán de seguro   
 (de seguro faltarán)   
 las balas que a un pecho puro,   
 las balas que a un pecho puro,   
 mi flor,   
 por odio a clavarse van.   
     
 Pasó una paloma herida,   
 volando cerca de mí,   
 rojo le brillaba el cuello,   
 que yo la vi.    
     
 ¡Ay, qué triste   
 saber que el verdugo existe!   
 Pero es más triste saber   
 que mata para comer.   
 Pues que tendrá la comida   
 (todo puede suceder)   
 un gusto a sangre caída,   
 un gusto a sangre caída,   
 caramba,   
 y a lágrima de mujer.   
     
 Pasó una paloma herida,   
 volando cerca de mí;   
 rojo le brillaba el pecho,   
 que yo la vi.   
     
 Un sinsonte   
 perdido murió en el monte,   
 y vi una vez naufragar   
 un barco en medio del mar.   
 Por el sinsonte perdido   
 ay, otro vino a cantar   
 y en vez de aquel barco hundido,   
 y en vez de aquel barco hundido,   
 mi bien,   
 otro salió a navegar.   
     
 Pasó una paloma herida,   
 volando cerca de mí,   
 iba volando, volando,   
 volando, que yo la vi. 
sábado, 26 de enero de 2008
Jesús Menéndez (2)
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)


0 comentarios:
Publicar un comentario