domingo, 28 de octubre de 2007

Papá

Aquélla, adelantándose a contravenir las sabias ordenanzas todavía vigentes, no era una soleada mañana de domingo, pero su padre era un hombre de hábitos imperturbables que no iba a suspender su paseo, tradición que se remontaba a tiempos inmemoriales, sin duda, sólo porque las mañanas dominicales de provincias careciesen de la más mínima formalidad en el cumplimiento de sus obligaciones como tales, inobservancia propiciada, en opinión de su padre, por el exceso de tolerancia de las autoridades y porque, a fin de cuentas, el castigoestablecido para tales casos, que muy de vez en cuando era aplicado, parecía incluso divertir a las infractoras, que jugaban a confundir a quienes no habían leído el bando ni oído el pregón (o a quienes, habiendo oído el pregón, no habían prestado ninguna atención, pues tal repugnante especie de individuos, por inaudito que parezca, se da también en nuestra comunidad) que advertía, por ejemplo, de que, ante su reiterado incumplimiento de las últimas disposiciones adoptadas para el mejoramiento de las tardes de otoño, la tarde de los jueves había sido condenada a hacer esa semana de mañana de lunes (quien, dicho sea de paso, nunca fue castigada, ya que era muy apreciada por las autoridades, que siempre confiaron en ella, una mañana que nunca se había permitido la más inocente travesura y que acataba sumisa y gozosamente cualquier disposición que las mismas discurrieran), benigno castigo que, en lugar del merecido de un mes haciendo de mañana de lunes, le era aplicado teniendo en cuenta su provecta, que no venerable, edad.

Así que, no dejándose arredrar por la nada estimulante mañana de aquel domingo, su padre dispuso que el niño fuera ataviado con galas apropiadas para dar un paseo temprano en compañía de su progenitor, que habría deseado que su primogénito fuera vestido con ropas de soleada mañana de domingo, mas había cedido en atención a lo perjudicial que ello podría resultar para la endeble salud de un niño de cuatro años.
En cuanto le hubo atado convenientemente los cordones delos zapatos, parte del avíode su vástago que se reservaba cotidianamente, se lo llevó su padre a la calle, dispuesto a arañar su sonrisa en esa desangelada mañana.

Salían de la Grotta Azzurra (el desayuno en la mejor cafetería de la ciudad, porque servía el mejor café, que es lo que cuenta, dejándonos de decoraciones y zarandajas, sostenía su padre, era un lujo dominical) como haciendo ver que no iban a ningún sitio, insolencia permitida y aun alentada los domingos, siempre que no fuera hora de misa o de partido; pero sabiendo que desembocarían irremediablemente en el larguísimo paseo de plátanos de oriente y palmeras datileras, sabiendo que las mañanas de domingo, como las tardes y las noches y todos los días y seguramente todos los días de todos los días, eran como esas danzas tauromáquicas de que tanto gustaban en la localidad, uno puede pedir un poco de leche en el café o una tostada más, subir por el callejón de los Galos o por la calle de Don Vicente Mosquera, pero siempre acaba en el interminable paseo de plátanos y datileras, el Paseo Imperial.

Caminaba, en fin, por el Paseo, dando largas zancadas para pisar raya -su padre lo dejaba de la mano allí- como un gnomo joven pisando piedras para cruzar un riachuelo y con la cabeza llena de números y de cálculos isn fin y sin sentido, jugando a elevar 5 a la enésima potencia, primero al cuadrado, luego al cubo, después a la cuarta...y nunca lograba pasar de quince mil quinientas setenta y cinco, pues el paso siguiente le exigía ya un esfuerzo de concentración que le impedía el más nimio accidente que acertara a caer ante sus sentidos.

Así andaba, salvando un río sin orillas y volviendo a empezar una y otra vez, cinco, veinticinco, ciento veinticinco, seiscientos veinticinco, tres mil ciento veinticinco, quince mil quinientos setenta y cinco; dejando que el número se enganchara en el sonido de una carraca o de un donnicanor que repetía con insistencia quin-ce-mil-quinien-tas-sete-taicinco-quin-cemil-quinien-tasse-tentai-cin-co, simbiosis que lo suspendía; cuando columbró al globero.

Se acercaba el ya indudable globero haciendo sonar una lusciniola amarilla de plástico, con el hidroplástico gorjeo traía aquella mañana un ramillete de globos verdemar, cereza, ámbar claro, índigo, rosanieve, azul diamantino y hasta un globo azabache y otro del color del zafiro blanco y, lo más importante, llevaba una esbelta bombona que su amigo Hormisdas, quien ya tenía seis años y llevaba tres meses cumpliendo una condena de diez años de cárcel en régimen abierto y pasaba el día en la prisión y la noche en su casa, le había explicado que estaba llena de helio y que los globos inflados con helio eran los que volaban alto, que se lo había contado su abuelo Indortes, el que se dedicaba a restaurar piezas de arte sutorio. Y él sabía mucho.

Corrió a cogerse de la mano de su padre, pero en seguida se soltó porque así no podía concentrarse, le resultaba imposible proveerse de osadía para pedirle que le comprara un globo, un globo lleno de helio.
Caminaba muy junto a su padre, viendo cada vez más cerca al hombre de los globos, que se había instalado en mitad del paseo. Tenía que atreverse de una vez, antes de que fuera tarde, miraba las palmeras como si buscara la que hubiera de serle más propicia para determinarse a elevar su súplica al pasar junto a ella pero, cuando
creía estar a punto de decidirse, una inoportuna ráfaga de viento agitaba las hojas del árbol, que se movían como negando.

Aún aguardaba un augurio favorable cuando el globero estaba ya ahí, a un plátano escaso. No, no podía hacerlo, no. No estaba preparado. Pero lo estaría a la vuelta, cuando volvieran a pasar junto al hombre de los globos él ya estaría dispuesto y le sugeriría a su padre que le comprara un globo -¿de qué color- y su padre se lo compraría porque ¿por qué no se lo iba a comprar?
Desde que habían pasado junto al hombre de los globos, su padre había comenzado a caminar con una parsimonia que jamás había visto en él y la estatua de Lordút con su perro Maera que estaba en la glorieta donde ellos daban siempre la vuelta (nadie llegaba más allá de esa glorieta, que venía a separar el propiamente llamado Paseo Imperial, lugar inevitable de desembocadura de todas las mañanas de domingo no excesivamente insumisas, de la Alameda, una alameda de tilos, acacias e incluso álamos, con un suelo de tierra por donde nunca se veía pisar a nadie, pues todo el mundo sabía que la Alameda finalizaba en el abismo y que quien entrara en ella no podría resistirse a la tentación, al deseo imperioso, a la necesidad fatal de llegar hasta el final, de dejarse caer en el vacío sin fondo)parecía hallarse más lejos a cada instante.
Caminaba sin volver la cabeza, a pesar de que no podía dejar de rumiar que el tiempo huía apremiante, que esa mañana era demasiado ventosa, que apenas había nadie en el paseo y hacía un buen rato que no veía a ningún niño (pensándolo bien, sólo había visto dos al llegar) , que el vendedor de globos, que quizás había salido con su mercancía esperando que al avanzar la mañana iría soleándose como correspondía auna mañana de domingo, no estaría ahí.
Caminaba sin volver la vista atrás como si de ello dependiera la permanencia en el mundo de lo visible de los globos, temeroso de que el giro de su cuello los hiciera desaparecer como bajo una trampilla activada inadvertidamente por él, convencido de que había una regla tácita según la cual se perdía irremediablemente lo que se miraba volviendo la cabeza.

3 comentarios:

Uno, trino y plural dijo...

Cuan real puede llegar a ser el mito de Orfeo y Eurídice

http://es.wikipedia.org/wiki/Orfeo

Anónimo dijo...

Los mitos son muy reales, tengan nombres conocidos o no.

Anónimo dijo...

¡Cuánta fantasía!

Caosmeando

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