lunes, 22 de febrero de 2010

COMIENZA UN LUNES

La eternidad por fin comienza un lunes
y el día siguiente apenas tiene nombre
y el otro es el oscuro, al abolido.

Y en él se apagan todos los murmullos
y aquel rostro qua amábamos se esfuma
y en vano es ya la espera, nadie viene.

La eternidad ignora las costumbres,
le da lo mismo rojo que azul tierno,
se inclina al gris, al humo, a la ceniza.

Nombre y fecha tú grabas en un mármol,
los roza displacente con el hombro,
ni un montoncillo de amargura deja.

Y sin embargo, ves, me aferro al lunes
y al día siguiente doy el nombre tuyo
y con la punta del cigarro escribo
en plena oscuridad: aquí he vivido.

ELISEO DIEGO

Seguir Leyendo...

viernes, 19 de febrero de 2010

El niño-lobo del cine Mari

La doctora estaba en lo cierto: nin­gún proceso anormal se desarrollaba dentro del pequeño cerebro, ninguna perturbación patológica. Sin embargo, si hubiese podido leer el mensaje contenido en los impulsos que habían determinado aquellas líneas si­nuosas, se hubiera sorprendido al encon­trar un universo tan exuberante: el niño era un pequeño corneta que tocaba a la carga en el desierto, mientras ondeaba el estandarte del regimiento y los jinetes de Toro Sentado preparaban también sus cor­celes y sus armas, hasta que el páramo pol­voriento se convertía en una selva nutrida de vegetación alrededor de una laguna de aguas oscuras, en la que el niño estaba a punto de ser atacado por un cocodrilo, y en ese momento resonaba entre el follaje la larga escala de la voz de Tarzán, que acu­día para salvarle saltando de liana en liana, seguido de la fiel Chita. O la selva se trans­mutaba sin transición en una playa extensa; entre la arena de la orilla reposaba una botella de largo cuello que había sido arro­jada por las olas; el niño encontraba la bo­tella, la destapaba, y de su interior salía una pequeña columnilla de humo que al pun­to iba creciendo y creciendo hasta llegar a los cielos y convertir­se en un terrible gi­gante verdoso, de larga coleta en su cabeza afeitada y uñas en las manos y en los pies, curvas como zarpas.
Pero antes de que la amenaza del gigante se concretara de un modo claro, la playa era un navío, un buque sobre las olas del Pacífico, y el niño acom­pañaba a aquel otro muchacho, hijo del po­sadero, en la singladura que les llevaba hasta la isla donde se oculta el tesoro del viejo y feroz pirata.

Una vez más, la doctora observó per­pleja las formas de aquellas ondas. Como de costumbre, no prestaban variaciones espe­ciales. Las frecuencias seguían sin procla­mar algún cuadro particularmente extraño.

Las ondas no ofrecían ninguna altera­ción insólita, pero el niño permanecía insen­sible al mundo que le rodeaba, como una estatua viva y embobada.

El niño apareció cuando derribaron el cine Mari. Tendría unos nueve años, e iba vestido con un traje marrón sin solapas, de pantalón corto, y una camisa de piqué. Calzaba zapatos marrones y calcetines blan­cos.

La máquina echó abajo la última pared del sótano (en la que se marcaban las hue­llas grotescas que habían dejado los urina­rios, los lavabos y los espejos, y por donde asomaban, como extraños hocicos o bocas, los bordes seccionados de las tuberías) y, tras la polvareda, apareció el niño de pie en medio de aquel montón de cascotes y escom­bros, mirando fíjamente a la máquina, que el conductor detuvo bruscamente, mientras le increpaba, gritando:

-Pero qué haces ahí chaval. Quítate ahora mismo.

El niño no respondía. Estaba pasma­do, ausente. Hubo que apartarlo. Mientras las máquinas proseguían su tarea destruc­tora, le sacaron al callejón, frente a las carteleras ya vacías cuyos cristales sucios proclamaban una larga clausura, y le pre­guntaban.

Pero el niño no contestó: no les dijo cómo se llamaba, ni dónde vivía. No les dio atisbo alguno de su identidad. Al cabo, se lo llevaron a la comisaría. Aquel raro atilda­miento de maniquí antiguo, y el perenne mutismo, desconcertaban a los guardias. Al día siguiente, las dos emisoras daban la curiosa noticia, y en el periódico, por la mañana, salió una fotografía del niño, con su rictus serio y aquelos ojos fijos y ausen­tes.

La doctora puso en marcha el aparato y comenzó a oirse otra vez el cuento. En el niño hubo un breve respingo, y sus ojos bizquearon levemente, como agudizando una supuesta atención cuyo origen tampoco po­día ser comprobado. Tanto los sonidos re­producidos a través de algún instrumento como las imágenes proyectadas de modo artificial, le hacían reaccionar del mismo modo, y producían unas ondas como de emo­ción o súbito interés. La doctora suspiró y le palmeó las pequeñas manos, dobladas sobre el regazo.

-Pero di algo.

El niño, una vez más, permanecía silencioso y absorto.

Al parecer su nombre era Pedro. Al poco tiempo de haberse publicado la foto en los periódicos, una señora llorosa se pre­sentaba en la redacción con la increíble nueva de que el niño era hijo suyo, un hijo desaparecido hacía treinta años. La señora era viuda de un fiscal notorio por su dure­za. Le acompañaba una hija cuarentona. Extendió sobre la mesa del director una serie de fotas de Primera Comunión en que era evidente el parecido. Acabaron por entregarle el niño a la señora, al menos mientras el casao se aclaraba definitivamen­te.

El hecho de que un niño desaparecido treinta años antes (en un suceso misterioso que había conmovido a la ciudad y en el que se había aludido a causas de venganzas oscuras) apareciese de aquel modo, como si sólo hubiesen transcurrido unas horas, era tan extraño, tan fuera del normal aconte­cer, que a partir del momento en que se le atribuyó aquella identidad, ni la prensa ni la radio volvieron a hacerse eco de la noti­cia, como si el voluntario silencio pudiese limitar de algún modo lo monstruoso del caso.

Sin embargo, el asunto era objeto de toda clase de hipótesis, comentarios y con­clusiones en mercados y peluquerías, ofici­nas y tertulias y, por supuesto, en cada uno de los hogares. Hasta tal punto el tema parecía extraño, que los amigos de la familia dudaban entre darle a la madre la enhora­buena o el pésame.

Al aparecido le llamaron el "niño lobo" desde que ingrsó en la Residencia, aunque la doctora señalaba lo impropio de la deno­minación, ya que no manifestaba ningún comportamiento por el que pudiese ser asi­milado a aquel tipo de fenómenos, sino sólo una especie de catatonía, de rara estupe­facción. Sin embargo, las extrañas circuns­tancias de su aparición, aquella presencia alucinada, sugerían realmente que el niño hubiese sido recuperado fortuitamente de algún remoto entorno, virgen de presencia humana.

Puso música y el niño tuvo otro pe­queño sobresalto. Era un niño muy guapo. Ahora la miraba como si quisiera decirle algo, pero ella sabía que era inútil animarle. Aquella supuesta intención era sólo una figuración suya. El desconocido pensamien­to del niño estaba muy lejos. Era una ver­dadera pena.

-Hoy te voy a llevar al cine -dijo la doctora.

Primero, le reconocieron en la Resi­dencia. Luego, la familia le había trasladado a Madrid, buscando esa mayor ciencia que siempre en provincias se atribuye a la capi­tal. Pero no hubo mejores resultados. Cu­ando volvió, el niño mantenía la misma pre­sencia atónita y, aunque las hermanas ha­blaban de llevarle a California (donde al parecer las cosas del cerebro estaban muy estudiadas), la madre se había acostumbra­do ya a la presencia inerte de aquel gran muñeco de carne y hueso, y posponía la decisión de separtarse de él.

De vuelta a la ciudad, el niño seguía subiendo a la Residencia, donde la doctora le miraba todas las semanas. La doctora era bastante joven, y se estaba tomando el caso con mucho interés. Además de las connota­ciones médicas del asunto, le fascinaba la impasibilidad de aquel pequeño ser mudo, cuyos ojos parecían mostrar, junto a un gran olvido, un desolado desconcierto.

La evidente influencia que producía en el cerebro del niño cualquier imagen o sonido proyectado a través de medios artifi­ciales, le había sugerido la idea de llevarle al cine. La doctora era poco aficionada al cine, sobre todo por una falta de costumbre que provenía de su origen rural, de un internado severo de monjas y de una carre­ra realizada con bastantes esfuerzos y con poco tiempo de ocio. Sus descansos vesper­tinos solía emplearlos en la lectura de temas vinculados a su profesión, y sólo de modo ocasional asistía a la proyección de alguna película que la publicidad o los compañeros proclamaban como verdaderamente impor­tante.

La idea le surgió al ver las largas colas llenas de niños que rodeaban al Empe­rador. Al parecer se trataba de una de esas películas de enorme éxito en todas partes, que se pregonan como muy apropiadas para el público infantil, con batallas espaciales y mundos imaginarios.

La doctora se proponía observar cui­dadosamente al niño a lo largo de toda la sesión, escrutando el pulso, la respiración y otras manifestaciones físicas del posible impacto que la visión de la película pudiese tener en aquel ánimo misteriosamente ajeno.

Le observó durante los primeros mi­nutos de proyección. El niño se había acu­rrucudo en la butaca y observaba la panta­lla con avidez de apariencia inteligente. Mientras tanto la historia comenzaba a desa­rrollarse. Una espectacular nave perseguía a otra navecilla por el espacio infinito, ful­gurante de estrellas, muy bien simulado. La nave perseguidora hace funcionar su arti­llería. La pequeña nave es alcanzada por los disparos de raro zumbido, y atrapada al fin por medio de poderosos mecanismos. El ven­cedor llega para conocer a su presa. Es una estampa atroz: una figura alta, oscura, con un gran casco negro parecido al del ejérci­to, cuyo rostro está cubierto por una más­cara metálica, también negra, que recuerda en sus rasgos una mezcla imprecisa de ani­males y objetos: ratas, mandriles, cerdos, caretas antigás.

Entonces el niño extendió su mano y sujetó con fuerza la de la doctora. Ella sin­tió la sorpresa de aquel gesto con un impac­to más que físico. Exclamó el nombre del niño. Le observó de cerca, al reflejo de las grandes imágenes multicolor. En los ojos infantiles persistía aquella mirada inteligen­te, absorta en la peripecia óptica, y la doc­tora sintió una alegría esperanzada.

La princesa ha sido capturada, aun­que ha conseguido lanzar un mensaje que sus perseguidores no advirtieron. Mientras tanto, sus robots llegan a un desierto re­verberante, cuya larga soledad sólo presi­den los restos de gigantescos esqueletos. El cielo está inundado de un extraño color, en un crepúsculo de varios soles simultáneos.

Sin darse cuenta, la atención de la doctora se distrajo en aquella extraña aven­tura y no percibió que el niño había soltado su mano, y atravesaba la oscuridad multico­lor, ascendía por la rampa de la nave, con­seguía introducirse en ella como disimulado polizón.

La nave recorría rápidamente el espa­cio oscuro, lleno de estrellas, que la rodea­ba como un cobijo. Los héroes vigilaban el fondo del cielo para prevenir la aparición del enemigo.

Al fin, la doctora se dio cuenta de que el niño había soltado su mano y volvió la cabeza a la butaca inmediata. Pero el niño ya no estaba y, del mismo modo que había sucedido en aquella lejana desaparición primera, la busqueda fue completamente infructuosa.
Aquí escribes el resto del contenido
Pero antes de que la amenaza del gigante se concretara de un modo claro, la playa era un navío, un buque sobre las olas del Pacífico, y el niño acom­pañaba a aquel otro muchacho, hijo del po­sadero, en la singladura que les llevaba hasta la isla donde se oculta el tesoro del viejo y feroz pirata.

Una vez más, la doctora observó per­pleja las formas de aquellas ondas. Como de costumbre, no prestaban variaciones espe­ciales. Las frecuencias seguían sin procla­mar algún cuadro particularmente extraño.

Las ondas no ofrecían ninguna altera­ción insólita, pero el niño permanecía insen­sible al mundo que le rodeaba, como una estatua viva y embobada.

El niño apareció cuando derribaron el cine Mari. Tendría unos nueve años, e iba vestido con un traje marrón sin solapas, de pantalón corto, y una camisa de piqué. Calzaba zapatos marrones y calcetines blan­cos.

La máquina echó abajo la última pared del sótano (en la que se marcaban las hue­llas grotescas que habían dejado los urina­rios, los lavabos y los espejos, y por donde asomaban, como extraños hocicos o bocas, los bordes seccionados de las tuberías) y, tras la polvareda, apareció el niño de pie en medio de aquel montón de cascotes y escom­bros, mirando fíjamente a la máquina, que el conductor detuvo bruscamente, mientras le increpaba, gritando:

-Pero qué haces ahí chaval. Quítate ahora mismo.

El niño no respondía. Estaba pasma­do, ausente. Hubo que apartarlo. Mientras las máquinas proseguían su tarea destruc­tora, le sacaron al callejón, frente a las carteleras ya vacías cuyos cristales sucios proclamaban una larga clausura, y le pre­guntaban.

Pero el niño no contestó: no les dijo cómo se llamaba, ni dónde vivía. No les dio atisbo alguno de su identidad. Al cabo, se lo llevaron a la comisaría. Aquel raro atilda­miento de maniquí antiguo, y el perenne mutismo, desconcertaban a los guardias. Al día siguiente, las dos emisoras daban la curiosa noticia, y en el periódico, por la mañana, salió una fotografía del niño, con su rictus serio y aquelos ojos fijos y ausen­tes.

La doctora puso en marcha el aparato y comenzó a oirse otra vez el cuento. En el niño hubo un breve respingo, y sus ojos bizquearon levemente, como agudizando una supuesta atención cuyo origen tampoco po­día ser comprobado. Tanto los sonidos re­producidos a través de algún instrumento como las imágenes proyectadas de modo artificial, le hacían reaccionar del mismo modo, y producían unas ondas como de emo­ción o súbito interés. La doctora suspiró y le palmeó las pequeñas manos, dobladas sobre el regazo.

-Pero di algo.

El niño, una vez más, permanecía silencioso y absorto.

Al parecer su nombre era Pedro. Al poco tiempo de haberse publicado la foto en los periódicos, una señora llorosa se pre­sentaba en la redacción con la increíble nueva de que el niño era hijo suyo, un hijo desaparecido hacía treinta años. La señora era viuda de un fiscal notorio por su dure­za. Le acompañaba una hija cuarentona. Extendió sobre la mesa del director una serie de fotas de Primera Comunión en que era evidente el parecido. Acabaron por entregarle el niño a la señora, al menos mientras el casao se aclaraba definitivamen­te.

El hecho de que un niño desaparecido treinta años antes (en un suceso misterioso que había conmovido a la ciudad y en el que se había aludido a causas de venganzas oscuras) apareciese de aquel modo, como si sólo hubiesen transcurrido unas horas, era tan extraño, tan fuera del normal aconte­cer, que a partir del momento en que se le atribuyó aquella identidad, ni la prensa ni la radio volvieron a hacerse eco de la noti­cia, como si el voluntario silencio pudiese limitar de algún modo lo monstruoso del caso.

Sin embargo, el asunto era objeto de toda clase de hipótesis, comentarios y con­clusiones en mercados y peluquerías, ofici­nas y tertulias y, por supuesto, en cada uno de los hogares. Hasta tal punto el tema parecía extraño, que los amigos de la familia dudaban entre darle a la madre la enhora­buena o el pésame.

Al aparecido le llamaron el "niño lobo" desde que ingrsó en la Residencia, aunque la doctora señalaba lo impropio de la deno­minación, ya que no manifestaba ningún comportamiento por el que pudiese ser asi­milado a aquel tipo de fenómenos, sino sólo una especie de catatonía, de rara estupe­facción. Sin embargo, las extrañas circuns­tancias de su aparición, aquella presencia alucinada, sugerían realmente que el niño hubiese sido recuperado fortuitamente de algún remoto entorno, virgen de presencia humana.

Puso música y el niño tuvo otro pe­queño sobresalto. Era un niño muy guapo. Ahora la miraba como si quisiera decirle algo, pero ella sabía que era inútil animarle. Aquella supuesta intención era sólo una figuración suya. El desconocido pensamien­to del niño estaba muy lejos. Era una ver­dadera pena.

-Hoy te voy a llevar al cine -dijo la doctora.

Primero, le reconocieron en la Resi­dencia. Luego, la familia le había trasladado a Madrid, buscando esa mayor ciencia que siempre en provincias se atribuye a la capi­tal. Pero no hubo mejores resultados. Cu­ando volvió, el niño mantenía la misma pre­sencia atónita y, aunque las hermanas ha­blaban de llevarle a California (donde al parecer las cosas del cerebro estaban muy estudiadas), la madre se había acostumbra­do ya a la presencia inerte de aquel gran muñeco de carne y hueso, y posponía la decisión de separtarse de él.

De vuelta a la ciudad, el niño seguía subiendo a la Residencia, donde la doctora le miraba todas las semanas. La doctora era bastante joven, y se estaba tomando el caso con mucho interés. Además de las connota­ciones médicas del asunto, le fascinaba la impasibilidad de aquel pequeño ser mudo, cuyos ojos parecían mostrar, junto a un gran olvido, un desolado desconcierto.

La evidente influencia que producía en el cerebro del niño cualquier imagen o sonido proyectado a través de medios artifi­ciales, le había sugerido la idea de llevarle al cine. La doctora era poco aficionada al cine, sobre todo por una falta de costumbre que provenía de su origen rural, de un internado severo de monjas y de una carre­ra realizada con bastantes esfuerzos y con poco tiempo de ocio. Sus descansos vesper­tinos solía emplearlos en la lectura de temas vinculados a su profesión, y sólo de modo ocasional asistía a la proyección de alguna película que la publicidad o los compañeros proclamaban como verdaderamente impor­tante.

La idea le surgió al ver las largas colas llenas de niños que rodeaban al Empe­rador. Al parecer se trataba de una de esas películas de enorme éxito en todas partes, que se pregonan como muy apropiadas para el público infantil, con batallas espaciales y mundos imaginarios.

La doctora se proponía observar cui­dadosamente al niño a lo largo de toda la sesión, escrutando el pulso, la respiración y otras manifestaciones físicas del posible impacto que la visión de la película pudiese tener en aquel ánimo misteriosamente ajeno.

Le observó durante los primeros mi­nutos de proyección. El niño se había acu­rrucudo en la butaca y observaba la panta­lla con avidez de apariencia inteligente. Mientras tanto la historia comenzaba a desa­rrollarse. Una espectacular nave perseguía a otra navecilla por el espacio infinito, ful­gurante de estrellas, muy bien simulado. La nave perseguidora hace funcionar su arti­llería. La pequeña nave es alcanzada por los disparos de raro zumbido, y atrapada al fin por medio de poderosos mecanismos. El ven­cedor llega para conocer a su presa. Es una estampa atroz: una figura alta, oscura, con un gran casco negro parecido al del ejérci­to, cuyo rostro está cubierto por una más­cara metálica, también negra, que recuerda en sus rasgos una mezcla imprecisa de ani­males y objetos: ratas, mandriles, cerdos, caretas antigás.

Entonces el niño extendió su mano y sujetó con fuerza la de la doctora. Ella sin­tió la sorpresa de aquel gesto con un impac­to más que físico. Exclamó el nombre del niño. Le observó de cerca, al reflejo de las grandes imágenes multicolor. En los ojos infantiles persistía aquella mirada inteligen­te, absorta en la peripecia óptica, y la doc­tora sintió una alegría esperanzada.

La princesa ha sido capturada, aun­que ha conseguido lanzar un mensaje que sus perseguidores no advirtieron. Mientras tanto, sus robots llegan a un desierto re­verberante, cuya larga soledad sólo presi­den los restos de gigantescos esqueletos. El cielo está inundado de un extraño color, en un crepúsculo de varios soles simultáneos.

Sin darse cuenta, la atención de la doctora se distrajo en aquella extraña aven­tura y no percibió que el niño había soltado su mano, y atravesaba la oscuridad multico­lor, ascendía por la rampa de la nave, con­seguía introducirse en ella como disimulado polizón.

La nave recorría rápidamente el espa­cio oscuro, lleno de estrellas, que la rodea­ba como un cobijo. Los héroes vigilaban el fondo del cielo para prevenir la aparición del enemigo.

Al fin, la doctora se dio cuenta de que el niño había soltado su mano y volvió la cabeza a la butaca inmediata. Pero el niño ya no estaba y, del mismo modo que había sucedido en aquella lejana desaparición primera, la busqueda fue completamente infructuosa.

Seguir Leyendo...

martes, 16 de febrero de 2010

GÙ RÉN

Y el chino nos llegó

Seguir Leyendo...

lunes, 15 de febrero de 2010

Priapo...

... si pesa il membro virile - Pompei


Seguir Leyendo...

domingo, 14 de febrero de 2010

VII





Porque no importan los años que han pasado... importan los que quedan:

Seguir Leyendo...

sábado, 13 de febrero de 2010

Seguir Leyendo...

6



Aquí escribes el resto del contenido

Seguir Leyendo...

viernes, 12 de febrero de 2010

5










Seguir Leyendo...

jueves, 11 de febrero de 2010

Seguir Leyendo...

martes, 9 de febrero de 2010

III






Seguir Leyendo...

II



Seguir Leyendo...

Todavía

Madrugadas en vela
madrugadas que vuelan
esperándote

Seguir Leyendo...

lunes, 8 de febrero de 2010

I

Que empiece la semana fantástica de El Corte Inglés, digo, de S. Valentín


Seguir Leyendo...

Si

Si mi voz muriera en tierra
llevadla al nivel del mar
y dejadla en la ribera.
Llevadla al nivel del mar
y nombradla capitana
de un blanco bajel de guerra.

¡Oh mi voz condecorada
con la insignia marinera:
sobre el corazón un ancla
y sobre el ancla una estrella
y sobre la estrella el viento
y sobre el viento la vela!

ALBERTI

Seguir Leyendo...

domingo, 7 de febrero de 2010

Despuntando



Sí, vale, no se sabe la letra... pero qué monería de niño!!! además, fijaos que se sabe los acordes (sólo que algunos se le van de traste), pero los coloca. ¿Y ese inicio de punteado...? esos golpes rumberos en la guitarra...? y esos mocos incómodos...? :)
----------------------------------------------------------------------------

Otros que despuntan...
Las artes escénicas les están esperando


Seguir Leyendo...

Makarova y Bocca son Romeo y Julieta

En la escena del balcón.
Esta composición de Prokofiev fue coreografiada por sir Kenneth MacMillan en 1985 y estrenada en Londres con Nureyev en el papel de Romeo y Margot Fonteyn en el de Julieta. Aquí podemos ver a Natalia Makarova y Julio Bocca en Buenos Aires en 1988.

Seguir Leyendo...

viernes, 5 de febrero de 2010

Heliogábalo o el anarquista coronado (4)

No juzgo el resultado como puede juzgarlo la Historia; a mí me gusta esa anarquía, ese libertinaje. Me gusta desde el punto de vista de la Historia y desde el punto de vista de Heliogábalo; pero Heliogábalo todavía no había nacido en el momento en que tomo su historia.
Los reyes de Emesa, esos pequeños reyes-mujeres, que pretenden ser hombre y mujer a la vez –como el Megabiro del templo de Efeso, hombre, que se ata la verga para sacrificar como mujer, pero se convierte en la piedra reclinada del sacrificio, ante la que sacrifica de pie- desde hace mucho tiempo depositaron su libertad en los machos de Roma. Del viejo reinado de Emat no queda más que ese templo, oscuro y voluminoso.

Seguir Leyendo...



El control de los negocios, la guerra, la protección material de los bienes pertenece a la soldadesca de Roma. Por lo demás, cada sirio piensa como quiere, y la religión del Sol sigue estando repleta a cada tanto de devociones a la Luna, con una mezcla de piedras lunares, peces, carneros y jabalíes. Además toros, águilas, gavilanes diseminados; ¡pero nada de gallos! No, no creo que el gallo haya ocupado un gran lugar en medio de esos ritos.
El templo de Elagabalus en Emesa desde hace varios siglos es el centro de espasmódicas tentativas en que se mide la gula de un dios. Ese Dios, Elagabalus, o Surgido de la Montaña, Cima Radiante, viene de muy lejos. Y quizá se llama Deseo en la vieja cosmogonía fenicia; y ese deseo, como el mismo Elagabalus, no es simple, ya que resulta de la mezcla lenta y multiplicada de los principios que irradiaban en el fondo del Hálito del caos. El sol no es más que el rostro reducido de todos esos principios, un aspecto que sólo sirve para adoradores fatigados y caídos.
Es preciso decir que el Hálito que estaba en el Caos se enamoró de sus principios; y que de ese movimiento de avance, de esa especie de idea que elimina las tinieblas nació un deseo consciente. Y en el mismo Sol hay fuentes vivas, una idea del Caos reducido y completamente eliminado.
Ahora bien, aquello que en el cuerpo humano representa la realidad de ese hálito no es la respiración pulmonar, que sería a ese hálito lo que el Sol en su aspecto físico es al principio de la reproducción, sino esa especie de hambre vital, cambiante, opaca, que recorre los nervios con sus descargas, y entra en lucha con los principios inteligentes de la cabeza. Y a su vez esos principios recargan el hálito pulmonar y le confiere todos sus poderes. Nadie podrá pretender que los pulmones que renuevan la vida no estén bajo las órdenes de un hálito proveniente de la cabeza. Y la cabeza de Elagabalus, dios de Emesa, siempre trabajó mucho.
Pero en el año 179, cuando Septimio Severo en Siria toma el mando de la cuarta Legión Escítica de la alta cosmogonía fenicia divulgada por Sanchoniaton ya no queda más que una piedra negra caída del cielo: ese monolito, ese bloque en punta del que Basianus se constituyó en guardián, pero que en realidad está bajo la custodia de sus dos hijas, esas dos sirias voluptuosas: Julia Domna y Julia Mesa.
Septimio Severo ya está viejo y cansado; desde hace mucho tiempo que las arenas del desierto quemaron sus suelas y mordieron sus talones de asta. Detrás de él tiene dos o tres viudeces: pero ni bien desembarca decide tomar mujer y con ese objeto consulta los registros del estado civil.
En esos registros encuentra a la Luna, es decir la Piedra Lunar, es decir Julia Domna. Pero Domna es Diana, Artemisa, Ishtar, y también es Proserpina, la fuerza de lo femenino negro. Lo negro en la tercera región de la tierra. La mujer encarnada en los infiernos, y que jamás asciende más arriba de los infiernos.
Pero Julia Domna tiene un horóscopo que la destina a ser un día la mujer de un Emperador; y por su horóscopo decide casarse con Julia Domna. Ahora, la piedra lunar, Julia Domna, el horóscopo y los oráculos hidrománticos ante los que se obtienen los horóscopos de los emperadores, todo marcha al unísono. Quiero decir que en Siria la tierra vive, y que hay piedras que viven; y que Julia Domna tiene mucho que ver con todo eso.
Hay piedras negras en forma de verga de hombre, y un sexo de mujer cincelado debajo. Y esas piedras son vértebras en preciosos rincones de la tierra. Y la piedra negra de Emesa es la más grande de esas vértebras, la más pura, y también la más perfecta.
Pero hay piedras que viven, como viven las plantas o los animales, y como puede decirse que el Sol, con sus manchas que se desplazan, se hinchan y se deshinchan, babean unas sobre otras, vuelven a babear y vuelven a desplazarse –y cuando se hinchan o se deshinchan, lo hacen rítmicamente y desde el interior-, como puede decirse que el Sol vive. Las manchas nacen en él como un cáncer, como los bubones efervescentes de una peste. Allí adentro hay materia pulverizada que se contrae, como trozos de sol triturados pero negros. Y pulverizados, ocupan menos lugar. Sin embargo es el mismo Sol y la misma extensión y cantidad de Sol, pero en ciertos sitios apagado, y entonces recuerda al diamante y al carbón. Y todo eso vive; y puede decirse que algunas piedras viven; y las piedras de Siria viven como milagros de la naturaleza, puesto que son piedras lanzadas por el cielo.
Y hay muchos milagros y maravillas de la naturaleza sobre el suelo volcánico de Siria. Ese suelo que parece tapizado y enteramente formado de piedra pómez, pero en donde las piedras caídas del cielo viven su propia vida, y sin confundirse con la piedra pómez.

Seguir Leyendo...

jueves, 4 de febrero de 2010

Asuntos serios

El puchero del hortelano

Seguir Leyendo...

miércoles, 3 de febrero de 2010

El reino de este mundo. Haití.

"El hombre nunca sabe para quién padece y espera. Padece y espera y trabaja para gente que nunca conocerá y que a su vez padecerán y esperarán y trabajarán para otros que tampoco serán felices, pues el hombre ansía siempre una felicidad situada más allá de la porción que le es otorgada. Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse tareas. En el reino de los cielos no hay grandeza que conquistar, puesto que allá todo es jerarquía establecida, incógnita despejada, existir sin término,imposibilidad de sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y de tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida, en el Reino de este Mundo."

Alejo Carpentier, El reino de este mundo

Seguir Leyendo...

martes, 2 de febrero de 2010

Waterfall

Seguir Leyendo...

lunes, 1 de febrero de 2010

Un haiku de Matsuo Basho

En el camino, la fiebre:
Y por mis sueños, llanura seca,
Voy errante.

Seguir Leyendo...

Caosmeando

ecoestadistica.com