Zarpamos del Bendideo antes del amanecer y casi a mediodía pasamos de largo el Mírmex de Faros, después que nuestra nave encallara dos o tres veces en el fondo del puerto. Ya desde el primer momento, pues, esto parecía un mal augurio y hubiera sido prudente desembarcar de una nave a la que, desde su misma arrancada, no favorecía la buena suerte, pero sentimos vergüenza de que por vuestra parte se nos acusara de cobardía y, por eso, "ya no era posible en modo alguno ni retroceder por miedo ni retirarse". Para que no te pases todo el tiempo divirtiéndote, escucha cuál era la situación en lo relativo a los tripulantes. El patrón deseaba morirse de endeudado que estaba. De los doce marineros allí presentes (eran trece con el piloto), más de la mitad y también el piloto eran judíos, pueblo desleal a cualquier pacto, y convencido de estar obrando piadosamente cuando causan la muerte del mayor número de griegos posible. El resto era una chusma que el año pasado aún no habían cogido un remo. Estos y aquéllos tenían algo en común: el estar totalmente lisiados al menos en una parte de su cuerpo. Y por eso, cuando ningún peligro nos amenazaba, todos hacían chistes y se llamaban unos a otros no por sus nombres sino por sus taras: el cojo, el herniado, el manco, el bizco.
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Pero en los momentos de apuro ya no nos reíamos sino que nos lamentábamos por esos mismos motivos, siendo como éramos más de cincuenta pasajeros, la tercera parte, aproximadamente, mujeres, en su mayoría jóvenes y de hermoso aspecto.[...]
Quizás hasta Príapo se hubiera templado al navegar con Amaranto (el patrón de la nave) puesto que no había ocasión en la que nos dejara librarnos del temor al peligro supremo. Una vez que doblamos el emplazamiento de vuestro santuario de Posidón arrancó a toda vela con el propósito de navegar en dirección a Tafosiris y de desafiar a Escila, ésa que en las composiciones escolares es objeto de aversión. Al comprenderlo nosotros, comenzamos a prorrumpir en gritos y él desistió de emprender aquel combate naval contra los escollos, a la fuerza y de mala gana, y no antes de que nos encontráramos al borde mismo del peligro.
Entonces dio la vuelta, como por un repentino cambio de opinión, y se lanzó hacia alta mar, exponiéndose, mientras pudo hacerlo, pues bien, a duras penas la enderezamos al embate de las olas.
Y ahora -le seguía diciendo- ¿qué falta nos hace ir por alta mar? Naveguemos en dirección a la Pentápolis, alejándonos de tierra sólo moderadamente, si topamos con alguna adversidad, algún puerto cercano pueda acogernos. Pero no lograba convencerlo, el maldito se hacía el sordo. Y fue así hasta que saltó un fuerte viento del norte que, levantando un oleaje alto y quebrado, se abatió sobre la vela, hinchándola de convexa a cóncava y la nave llegó a empopar casi hasta voltearse.
Pues bien, a duras penas la enderezamos y Amaranto, con un quejido grave exclamó: "¡Esto es dominar el arte de la navegación!". Según dijo, desde mucho antes estaba a la espera de recibir el viento de esa parte y de ahí que navegara por alta mar. [...] Nosotros aceptamos sus palabras mientras fue de día y no hubo peligro, pero sí lo hubo a medida que el oleaje iba haciéndose cada vez mayor con la llegada de la noche.
Pues bien, aquel día era para los judíos paresceve. Consideran como un todo esa noche y el día siguiente, durante el cual no se le permite a nadie poner mano en ningún trabajo, y es que para darle especial realce a la jornada, la dedican al descanso. Así pues, el piloto quitó las manos del timón en cuanto se imaginó que el sol había abandonado la tierra y, echándose en la cubierta, "se dejaba pisotear por cualquier marinero". [...] Cuando comprendimos la razón del abandono del gobernalle (mientras nosotros le pedíamos que salvara la nave "dentro de sus posibilidades"), él continuaba leyendo el libro, recurrimos ya a la fuerza. Incluso un soldado bizarro desenvainó la espada y amenazó al sujeto con cortarle la cabeza si no volvía a hacerse cargo del barco. Pero aquel auténtico Macabeo era capaz de mantenerse firme en sus creencias. Y ya a medianoche él mismo se persuade a colocarse en su puesto. "Ahora es el momento -decía- en el que la ley lo permite, porque ahora está claro que el peligro lo corremos "por nuestra vida". En esto se levanta de nuevo un tumulto: clamor de hombres, ulular de mujeres; todos invocaban a la divinidad, gritaban y se acordaban de los seres más queridos. Sólo Amaranto se mostraba animoso, en la idea de que muy pronto daría carpetazo a lo de sus acreedores. A mí, en ese trance, me inquietaba el que pudiera ser verdad aquello de Homero: que la muerte bajo el agua acarrea la aniquilación de la propia alma. [...] Mientras le doy vuelta a estos pensamientos, veo que todos los militares han desenvainado las espadas, y al preguntarles el motivo, según ellos, es hermoso exhalar el alma cuando todavía están al aire libre sobre el puente, y no con la boca abierta contra el oleaje. Luego alguien proclama que quienes tengan objetos de oro se los cuelguen; y quienes tenían se los iban colgando, tanto los objetos de oro como cualquier cosa de valor semejante. Las mujeres se ataviaban ellas mismas y repartían cordones entre los que carecían de ellos. Es cosa bien sabida que esto se hace de antiguo y su sentido es el siguiente: el muerto en un naufragio debe llevar encima el precio de su entierro.
Y en eso estaban mientras yo, sentándome a un lado, me puse a llorar por la sufrida bolsa de dinero que me confió mi huésped, y no lo hacía porque fuera ya a morir, sino porque pudiera verse privado de sus riquezas aquel tracio ante quien yo, aún después de muerto, me hubiera debido avergonzar. [...] Pero llega el día y vemos el sol; el viento se hizo más suave al aumentar el calor, y a medida que el rocío iba desapareciendo se nos permitía usar las drizas y manejar las velas. Desde luego, cambiar la vela por otra de repuesto no podíamos (pues la habían empeñado), sino que la reparamos como si se tratara de las arrugas de una túnica y antes de cuatro horas, nosotros, que habíamos esperado la muerte, estábamos desembarcando en un paraje remoto desierto del todo, que no tenía cerca ciudad ni labrantíos. La nave, como aquel lugar no era un puerto, permanecía balanceándose en alta mar con una sola ancla, pues la otra la había vendido Amaranto y no había comprado una tercera.
Después, durante dos días, aguardamos a que el piélago amainara su furia y nos atrevimos a echarnos de nuevo al mar. Levamos anclas nada más rayar el alba y fuimos navegando viento en popa todo aquel día y el siguiente.
Pues bien, era el día decimotercero de la luna menguante y se cernía sobre nosotros un peligro tamaño, pues estaba a punto de coincidir la conjunción del sol y la luna con la aparición de la renombrada Osa Mayor, a la que ningún navegante se ha atrevido a desafiar. Y aunque debimos permanecer resguardados en un puerto, inadvertidamente nos lanzamos otra vez al mar. Comenzó la perturbación con vientos del norte y fue mucho lo que llovió en aquella noche del novilunio. Luego el mar se había revuelto y vino a sernos provechosa la misma magnitud del temporal. La entena crujía, se partió por la mitad y estuvo a punto de matarnos a todos.[...] De nuevo estaba la vela sin control y no era fácil amainarla. Así, tras zafarnos de la desmesurada violencia de aquel embate, navegamos todo el día siguiente y toda la noche, y a la hora del segundo canto del gallo, por poco chocamos con una punta rocosa que sobresalía de tierra como una pequeña península. Hubo un grito al avisar alguien que nos acercábamos a tierra. [...] Al clarear ya el día, nos hace señas un fulano vestido a la usanza de la región, indicándonos con la mano los lugares peligrosos y los otros de los que podíamos fiarnos. Al final se llegó a nosotros con una chalupa de dos remos, la ató al barco y tomó el gobernalle (el sirio le cedió el puesto gustoso). Fondeó la nave en un puertecito encantador (Azario, creo lo llaman) y nos hizo desembarcar en la orilla entre nuestras aclamaciones de "salvador" y "genio tutelar". Trajo hasta allí otro navío, y luego otro, y antes del atardecer fueron cinco los cargueros salvados por aquel anciano.[...] Al principio vivíamos mal que bien de la pesca, porque cada uno se guardaba lo que conseguía sin que nadie le diera nada a nadie. Pero luego, todos nadamos en la abundancia. Fue cosa de mujeres con mujeres. Las libias les ofrecían a las que viajaban con nosotros, queso, harina, torta de cebada, carne de cordero, gallinas y huevos. [...] Lo cierto es que a mí no me gustaba recibir regalos de las mujeres. Esta benevolencia que los lugareños muestran hacia los huéspedes, tú, seguramente, la atribuirás a su virtud, pero el asunto es muy otro y merece que se explique ahora que se nos presenta la oportunidad. La cólera de Afrodita hace presa en esta región: sus desgracias es algo así como la de las lemnias. Y es que tienen ellas los senos de un tamaño muy por encima de lo normal, y su pecho es desproporcionado, de tal manera, que se echan las mamas a la espalda y sus recién nacidos, mientras chupan, no están en brazos sino en los hombros. [...] Lo cierto es que al enterarse por medio de quienes han mantenido contacto de allende sus fronteras, de que no todas las mujeres son así, no lo creen, y en cuanto tienen a mano una extranjera, le prodigan su benevolencia y no paran hasta hacerle un examen minucioso del pecho. La que ha podido verlo lo cuenta y se llaman unas a otras como los Cícones. Concurren para contemplar el espectáculo y con ese fin traen regalos. [...]
Para ti este drama, convertido en cómico de trágico que era: así nos lo aparejó la divinidad y yo te lo he descrito en estas líneas.[...]
Adiós, mis mejores deseos para tu hijo Dióscoro junto con su madre y su abuela, a las que amo y cuento entre mis hermanas... y tú, no vayas a navegar nunca, y si te es absolutamente necesario, ¡no lo hagas a final del mes!
viernes, 6 de noviembre de 2009
Carta de Sinesio de Cirene a su hermano
Publicado por Uno, trino y plural a las 10:58
Etiquetas: Aviso a navegantes y naúfragos, cartas
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