domingo, 16 de agosto de 2009
El olor de Marcela
Séptima entrega de La historia del ojo
Mis propios padres no llegaron esa noche. Sin embargo, creí pruden-
te salir pitando en previsión de la cólera de un padre miserable,
arquetipo del general católico y chocho. Entré por detrás a la quinta.
Me apropié de una cantidad de dinero. Después, seguro de que jamás
me buscarían allí, me bañé en la alcoba de mi padre. Y hacia las diez de
la noche me fui al campo, pero antes dejé un recado sobre la mesa de
mi madre: “Ruego que no me hagan buscar por la policía porque llevo
un revólver y la primera bala será para el gendarme y la segunda para
mí”.
Jamás he tenido la posibilidad de adoptar una actitud y , en esta cir-
cunstancia en particular, mi único interés era hacer retroceder a mi
familia, enemiga irreductible del escándalo. Con todo, al escribir el
recado con la mayor ligereza y no sin reír un poco, me pareció oportu-
no meter en mi bolsillo el revólver de mi padre.
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Caminé toda la noche por la orilla del mar, pero sin alejarme
demasiado de X, tomando en cuenta los recovecos de la costa. Trataba
solamente de apaciguar una situación violenta, un extraño delirio
espectral en que los fantasmas de Simona y de Marcela se organizaban,
a pesar mío, con expresiones terroríficas. Poco a poco me vino la idea
de matarme, y al tomar el revólver en la mano acabaron de perder el
sentido palabras como esperanza y desesperación. Sentí por cansancio
que era necesario darle un sentido a mi vida: sólo la tendría en la
medida en que ciertos acontecimientos deseados y esperados se cumpliesen. Acepté finalmente la extraordinaria fascinación de los
nombres Simona y Marcela; podía reír, pero no obstante me excitaba
imaginar una composición fantástica que ligaba confusamente mis
pasos más desconcertantes a los suyos.
Dormí en un bosque durante el día y al caer la noche me dirigí a casa
de Simona; entré al jardín saltando por el muro. Al ver luz en la recá-
mara de mi amiga, arrojé guijarros a la ventana. Algunos instantes
después bajó y nos fuimos casi sin decir palabra en dirección a la orilla
del mar. Estábamos felices de volvernos a ver. Estaba oscuro y de vez
en cuando le levantaba el vestido y tomaba su culo entre mis manos,
pero no gozaba, al contrario. Ella se sentó y yo me acosté a sus pies. De
pronto me di cuenta de que no podría impedir estallar en sollozos y de
inmediato empecé a sollozar largamente sobre la arena.
—¿Qué te pasa? —me dijo Simona.
Y me dio un puntapié para hacerme reír. Su pie tocó justamente el
revólver que estaba en mi bolsillo y una terrible detonación nos
arrancó un grito simultáneo. No estaba herido, pero de repente me
encontré de pie como si hubiese entrado en otro mundo. La misma
Simona estaba delante de mí, tan pálida que daba miedo.
Esa noche no se nos ocurrió la idea de masturbarnos, pero permane-
cimos infinitamente abrazados, unidas nuestras bocas, lo que jamás
antes nos había ocurrido.
Durante algunos días viví así: regresábamos Simona y yo, muy tarde
por la noche, y nos acostábamos en su recámara, donde me quedaba
encerrado hasta la noche siguiente. Simona me llevaba comida. Su
madre no tenía la más mínima autoridad sobre ella y aceptaba la
situación sin siquiera intentar explicarse el misterio (apenas había oído
los gritos, el día del escándalo, salió a dar un paseo). En cuanto a los
criados, el dinero los mantenía fieles a Simona desde hacía mucho
tiempo.
Fue también por ellos que supimos las circunstancias del encierro de
Marcela y el nombre de la casa de salud donde estaba asilada. Desde el
primer día nuestra preocupación fue su locura, la soledad de su cuerpo,
las posibilidades de alcanzarla o de ayudarla a evadirse. Un día que
estaba yo en su cama y que quise forzar a Simona, ella se me escapó y
me dijo bruscamente: “pero, ¡querido mío, estás completamente loco!
¿Así en un lecho, como si fuera madre de familia?, no me interesa
en absoluto. Con Marcela solamente”
—¿Qué es lo que quieres decir? le pregunté decepcionado, pero en el
fondo completamente de acuerdo con ella.
Se me acercó afectuosamente de nuevo y me dijo suavemente con
tono soñador; “mira, apenas nos vea no podrá evitar orinarse... hacer el
amor”.
Al mismo tiempo, sentí un líquido caliente y encantador que corría a
lo largo de mis piernas y, cuando hubo terminado, me levanté y regué a
mi vez su cuerpo que ella colocó complacientemente bajo el chorro
impúdico que ardía ligeramente sobre la piel. Después de haberle
inundado el culo también, le embarré el rostro de semen y así, sucia,
tuvo un orgasmo demente y liberador. Aspiraba profundamente
nuestro acre y feliz olor: “Hueles a Marcela”, me confió alegremente
después que hubo terminado, acercando la nariz a mi culo todavía
mojado.
Publicado por Uno, trino y plural a las 13:05 1 comentarios
Etiquetas: La historia del ojo, literatura