Autor: juankaR
Madrid, mañana de Otoño. Problema de ligamentos. Coche en tu barrio. Una excusa como otra cualquiera para ver a un buen amigo.
Te levantas con legañas en los ojos y una barba último modelo rollo talibán, y le dices al espejo "ya va siendo hora joder". Quedas con Uge, y te vas a por su coche para llevarselo a casa porque él está hecho un puzzle, y te das cuenta de que mucha gente que conoces está con escayolas o vendas. Te planteas si tienes algo que ver, y dices, no joder no puedo ser tan gafe, no puede ser. Será casualidad. ¿Será?
Tu amigo te invita a desayunar. "Un cortado, uno con leche...y ¿qué tienes pa mojar?"
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¿Qué tienes pa mojar? Qué gran pregunta joder. Tú ya has escuchado eso antes. Te suena a tu padre pidiendo en un bar, te suena a los viejos de tu barrio desayunando, te suena a castizo, te suena a otra época, pero te encanta. Pero realmente con tu colega comentas "joder como le digas eso a la de la facul, que qué tienes pa mojar, vas apañao". Risas.Complicidad.
Suena hombre lobo en París y la empiezas a tararear con tu amigo, porque tú eres de esa época. Bueno no lo eres, pero como si lo fueras. Cualquier tiempo pasado nos parece mejor, que decía Karina. Entonces empiezas a hablar de esas cosas. Del pasado, de como hemos cambido, de lo que hemos perdido y de lo que no queremos perder.
Piensas que algo no hemos hecho bien, algo va a peor en el mundo. Puedes comprobarlo al salir a la calle de una gran ciudad. Puedes comprobarlo cuando vas a cojer el ascensor y corres porque ves a tu vecino, ese que no te cae muy allá, entrando en el portal. Le das a tu piso y dices, "joder, yo no quiero ser así."
Las grandes ciudades nos han cambiado, nos han deshumanizado. Entonces recuerdas el trato amable de Galicia, cuando fuiste a por el turrón de chapapote, cuando fuiste al Camino de Santiago. Recuerdas el trato amable de los pueblos, el pueblo de tu padre, el pueblo de Tito en el que saludas a la gente aunque ni los conozcas ni te conozcan. Piensas que eso te gusta, que efectivamente has nacido fuera de época, o de lugar, pero eso no puedes cambierlo. Sólo puedes cambiar tu actitud ante la vida. Sólo puedes humanizarla más. Sólo puedes tratar de hacer más feliz a la gente con la que compartes tu vida, un gesto, una palabra, un abrazo basta para tratar de mejorar las cosas, pero nunca lo hacemos. Deberíamos empezar a hacerlos, pero esto no es fácil en el país del "vuelva usted mañana".
Recuerdas a tus amigos de la facultad, hablas de ellos, los recuerdas con caríño, lo recuerdas como los viejos tiempos, cuando en realidad no quieres que sean viejos sino que estén de actualidad. Pero te vas a perder la cena de navidad. Es igual, hay días como panes para verse.
Piensas en que hacer en nochevieja, y como no te haces pajas mentales contando con amigos a los que nisiquera has hablado de ello. Hasta cuentas con su casa. Es igual, son tus amigos, son tu vida, es tu momento, es vodafone.
Te vas a despedir y ves en el metro a una antigua compañera de facultad, y no se para a saludar, para evidenciar que estabas en lo cierto, que algo estamos haciendo mal, pero podemos cambiarlo. Y momentos como esta mañana ayudan y mucho.
Recuerdas otros momentos, recuerdas viejas canciones de cuando eras idealista, de ahora cuando quieres seguir siéndolo.
viernes, 7 de diciembre de 2007
¿Qué tienes pa mojar?
Asnos estúpidos (Asimov)
Naron, de la longeva raza rigeliana, era el cuarto de su estirpe que llevaba los anales galácticos. Tenía en su poder el gran libro que contenía la lista de las numerosas razas de todas las galaxias que habían adquirido el don de la inteligencia, y el libro, mucho menor, en el que figuraban las que habían llegado a la madurez y poseían méritos para formar parte de la Federación Galáctica. En el primer libro habían tachado algunos nombres anotados con anterioridad: los de las razas que, por el motivo que fuere, habían fracasado. La mala fortuna, las deficiencias bioquímicas o biofísicas, la falta de adaptación social se cobraban su tributo. Sin embargo, en el libro pequeño nunca se había tenido que tachar ninguno de los nombres anotados.
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En aquel momento, Naron, enormemente corpulento e increíblemente anciano, levantó la vista al notar que se acercaba un mensajero.
-Naron -saludó el mensajero-. ¡Gran Señor!
-Bueno, bueno, ¿qué hay? Menos ceremonias.
-Otro grupo de organismos ha llegado a la madurez.
-Estupendo, estupendo. Hoy en día ascienden muy aprisa. Apenas pasa año sin que llegue un grupo nuevo. ¿Quiénes son?
El mensajero dio el número clave de la galaxia y las coordenadas del mundo en cuestión.
-Ah, sí -dijo Naron-, Lo conozco. -Y con buena letra cursiva anotó el dato en el primer libro, trasladando luego el nombre del planeta al segundo. Utilizaba, como de costumbre, el nombre bajo el cual era conocido el planeta por la fracción más numerosa de sus propios habitantes.
Escribió, pues: La Tierra.
-Estas criaturas nuevas -dijo luego- han establecido un récord. Ningún otro grupo ha pasado tan rápidamente de la inteligencia a la madurez. No será una equivocación, espero.
-De ningún modo, señor -respondió el mensajero.
-Han llegado al conocimiento de la energía termonuclear, ¿no es cierto?
-Sí, señor.
-Bien, ése es el requisito -Naron soltó una risita-. Sus naves sondearán pronto el espacio y se pondrán en contacto con la Federación.
-En realidad, señor -dijo el mensajero con renuencia-, los observadores nos comunican que todavía no han penetrado en el espacio.
Naron se quedó atónito.
-¿Ni poco ni mucho? ¿No tienen siquiera una estación espacial?
-Todavía no, señor.
-Pero si poseen la energía termonuclear, ¿dónde realizan las pruebas y las explosiones?
-En su propio planeta, señor.
Naron se irguió en sus seis metros de estatura y tronó:
-¿En su propio planeta?
-Si, señor.
Con gesto pausado, Naron sacó la pluma y tachó con una raya la última anotación en el libro pequeño. Era un hecho sin precedentes; pero es que Naron era muy sabio y capaz de ver lo inevitable, como nadie, en la galaxia.
-¡Asnos estúpidos! -murmuró.
(Isaac Asimov)
Que trabajen ellos (5)
Seguimos con el Elogio de la ociosidad, de Bertrand Russell
En el nuevo credo dominante en el gobierno de Rusia,así como hay mucho muy
diferente de la tradicional enseñanza de Occidente, hay algunas cosas que no
han cambiado en absoluto. La actitud de las clases gobernantes, y
especialmente de aquellas que dirigen la propaganda educativa respecto del
tema de la dignidad del trabajo, es casi exactamente la misma que las clases gobernantes de todo el mundo han predicado siempre a los llamados pobres
honrados. Laboriosidad, sobriedad, buena voluntad para trabajar largas horas
a cambio de lejanas ventajas, inclusive sumisión a la autoridad, todo reaparece;
por añadidura, la autoridad todavía representa la voluntad del Soberano del Universo. Quien, sin embargo, recibe ahora un nuevo nombre: materialismo
dialéctico.
La victoria del proletariado en Rusia tiene algunos puntos en común con la victoria de las feministas en algunos otros países.
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Durante siglos, los hombres
han admitido la superior santidad de las mujeres, y han consolado a las mujeres de su inferioridad afirmando que la santidad es más deseable que el poder. Al final, las feministas decidieron tener las dos cosas, ya que las
precursoras de entre ellas creían todo lo que los hombres les habían dicho
acerca de lo apetecible de la virtud, pero no lo que les habían dicho acerca de la inutilidad del poder político.
Una cosa similar ha ocurrido en Rusia por lo que se refiere al trabajo manual. Durante siglos, los ricos y sus mercenarios han escrito en elogio del trabajo honrado, han alabado la vida sencilla, han profesado una religión que enseña que es mucho más probable que vayan al cielo los pobres que los ricos y, en general, han tratado de hacer creer a los trabajadores manuales que hay cierta especial nobleza en modificar la situación de la materia en el espacio, tal y como los hombres trataron de hacer creer a las mujeres que obtendrían cierta especial nobleza de su esclavitud sexual. En Rusia, todas estas enseñanzas acerca de la excelencia del trabajo manual han sido tomadas en serio,
con el resultado de que el trabajador manual se ve más honrado que nadie.
Se hacen lo que, en esencia, son llamamientos a la resurrección de la fe, pero no con los antiguos propósitos: se hacen para asegurar los trabajadores de choque necesarios para tareas especiales.
El trabajo manual es el ideal que se propone a los jóvenes, y es la base de toda enseñanza ética.
En la actualidad, posiblemente, todo ello sea para
bien. Un país grande, lleno de recursos naturales, espera
el desarrollo, y ha de desarrollarse haciendo un uso muy
escaso del crédito. En tales circunstancias, el trabajo duro
es necesario, y cabe suponer que reportará una gran re-
compensa. Pero ¿qué sucederá cuando se alcance el punto
en que todo el mundo pueda vivir cómodamente sin tra-
bajar largas horas?
En Occidente tenemos varias maneras de tratar este
problema. No aspiramos a la justicia económica; de modo
que una gran proporción del producto total va a parar a
manos de una pequeña minoría de la población, muchos
de cuyos componentes no trabajan en absoluto. Por au-
sencia de todo control centralizado de la producción, fa-
bricamos multitud de cosas que no hacen falta. Mante-
nemos ocioso un alto porcentaje de la población trabaja-
dora, ya que podemos pasarnos sin su trabajo haciendo
trabajar en exceso a los demás. Cuando todos estos mé-
todos demuestran ser inadecuados, tenemos una guerra:
mandamos a un cierto número de personas a fabricar ex-
plosivos de alta potencia y a otro número determinado a
hacerlos estallar, como si fuéramos niños que acabáramos
de descubrir los fuegos artificiales. Con una combinación
de todos estos dispositivos nos las arreglamos, aunque con
dificultad, para mantener viva la noción de que el hombre
medio debe realizar una gran cantidad de duro trabajo
manual.
En Rusia, debido a una mayor justicia económica y al
control centralizado de la producción, el problema tiene
que resolverse de forma distinta. La solución racional se-
ría, tan pronto como se pudiera asegurar las necesidades
primarias y las comodidades elementales para todos, re-
ducir las horas de trabajo gradualmente, dejando que una
votación popular decidiera, en cada nivel, la preferencia
por más ocio o por más bienes. Pero, habiendo enseñado
la suprema virtud del trabajo intenso, es difícil ver cómo
pueden aspirar las autoridades a un paraíso en el que
haya mucho tiempo libre y poco trabajo. Parece más pro-
bable que encuentren continuamente nuevos proyectos en
nombre de los cuales la ociosidad presente haya de sacri-
ficarse a la productividad futura. Recientemente he leído
acerca de un ingenioso plan propuesto por ingenieros ru-
sos para hacer que el mar Blanco y las costas septentrio-
nales de Siberia se calienten, construyendo un dique a lo
largo del mar de Kara. Un proyecto admirable, pero ca-
paz de posponer el bienestar proletario por toda una ge-
neración, tiempo durante el cual la nobleza del trabajo
sería proclamada en los cam~?os helados y entre las tor-
mentas de nieve del océano Artico. Esto, si sucede, será
el resultado de considerar la virtud del trabajo intenso
como un fin en sí misma, más que como un medio para
alcanzar un estado de cosas en el cual tal trabajo ya no
fuera necesario.
Prometeo X-III
III
No volvió a retumbar en la montaña
el grito del titán retando al cielo;
ni temblaron las nubes, ni los astros
detuvieron su vuelo
para mirar la bárbara batalla;
ni el negro Ponto amotinó sus ondas
crispado y convulsivo,
para arrancar de su prisión eterna
al gigante cautivo.
Reinó la soledad en la alta cumbre,
que habitó el huracán encadenado,
y descendió el Araxa gemebundo
con torpe pesadumbre,
a arrastrarse callado en la llanura,
como del alma en el profundo cauce
desatan en silencio los recuerdos
sus ondas de amargura.
¡Siempre el gigante en vela!
El cielo era la página sombría
en que al débil fulgor de las estrellas
las misteriosas sílabas leía
de su destino fiero;
y el errante cometa,
que en la lejana cumbre aparecía,
su torvo y taciturno mensajero.
De vez en cuando oía
como ruido levísimo de espumas
en las inquietas algas detenidas;
como el roce ligero
de fantásticas plumas
que tocaban su sien calenturienta,
murmullo blando de hojas,
de un árbol invisible desprendidas
después de la tormenta.
No eran rayos de luna,
ni jirones de niebla desgarrados
por el aire liviano:
era el coro armonioso
de las gentiles hijas del Océano,
que a la luz del crepúsculo salían
de sus grutas azules,
y en torno del titán encadenado
los húmedos cabellos sacudían.
"No duermas, Prometeo",
al pasar a su oído murmuraban,
desatando en su alma
las ansias infinitas del deseo.
"¡No duermas! que el Olimpo se estremece
con inquietud extraña,
y truenan los abismos,
como truena el volcán en la montaña!"
Prometeo velaba,
fijo el ojo en las lóbregas esferas
que como enormes olas palpitaban,
y atento al ruido sordo
que las brisas del valle le traían,
el ruido de las razas que hormigueaban
del Cáucaso en las negras madrigueras.
Olegario Víctor Andrade,Prometeo
Lúzida ebriedad
Joyce ha muerto
y su boca llena de larvas dijo
que habrá escondido un raro paraíso
sin Adán y sin Eva, sin manzanas,
sin boa o tentación envenenada,
sin zapato rojo en pleno Kansas,
sin resplandor ni sombras, sin deseos,
pues morir en brazo extraño es el reflejo
de la lúzida ebriedad que atañe al tiempo.
Elena Medel