IV-UNA MANCHA DE SOL
Las demás mujeres y los demás hombres no tenían ya ningún interés para nosotros; no pensábamos más que en Marcela a la que puerilmente imaginábamos en horca voluntaria, en entierro clandestino o en apariciones fúnebres. Por fin, una noche, después de habernos informado bien, salimos en bicicleta hacia la casa de salud donde habían encerrado a nuestra amiga. En menos de una hora recorrimos los veinte kilómetros que nos separaban de una especie de castillo, rodeado por un parque amurallado y aislado por un acantilado que dominaba el mar. Sabíamos que Marcela ocupaba el cuarto número ocho; pero hubiese sido necesario entrar al interior de la casa para encontrarla.
Quizá podríamos entrar a su cuarto por la ventana después de haber limado los barrotes, pero no acertábamos a identificar su cuarto entre tantos otros; de pronto nos llamó la atención una extraña figura.
Habíamos brincado el muro y estábamos en el parque, cuyos árboles eran agitados por un fuerte viento, cuando vimos abrirse una ventana del primer piso: una sombra llevaba una sábana y la ataba fuertemente a uno de los barrotes. La sábana restalló de inmediato con el viento y la ventana se cerró antes de que pudiéramos reconocer a la figura.
Es difícil imaginar el desgarrador estrépito de esa inmensa sábana blanca golpeada por la borrasca. El estruendo era superior al ruido del mar y al del viento entre los árboles. Por primera vez veía a Simone angustiada por algo diferente a su propio impudor: se apretaba contra mí con el corazón palpitante y miraba con los ojos fijos al fantasma que asolaba la noche como si la locura misma acabara de izar su bandera sobre ese lúgubre castillo.
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Nos quedamos inmóviles: Simone acurrucada entre mis brazos y yo a medias asustado cuando de repente pareció que el viento rasgaba las nubes y la luna aclaró bruscamente, con precisión reveladora, aquella cosa tan extraña y desgarradora para nosotros: un sollozo violento estranguló la garganta de Simone: la sábana que el viento extendía con tanto estrépito estaba sucia en el centro y tenía una enorme mancha mojada que se iluminaba, transparente, con la luz de la luna...
A los pocos instantes, otras nubes negras lo obscurecieron todo, y yo me quedé de pie, sofocado, con los cabellos al viento y llorando como un desgraciado; Simone había caído sobre la hierba y por primera vez se dejaba sacudir por largos sollozos.
Sin duda, era entonces nuestra pobre amiga, Marcela, la que había abierto esa ventana sin luz, era ella la que acababa de fijar a los barrotes de su prisión la señal alucinante de su desamparo. Era también evidente que había debido masturbarse en su lecho con tan gran trastorno de los sentidos que se había mojado enteramente, por lo que después la habíamos visto colgar la sábana en la ventana para que se secara.
Ya no sabía qué hacer en ese parque, frente a ese falso castillo de placer cuyas ventanas estaban espantosamente enrejadas. Di la vuelta, dejando a Simone descompuesta y extendida sobre el pasto. No tenía ninguna intención práctica y sólo deseaba respirar a solas por un momento. Pero al advertir que en la planta baja del edificio había una ventana entreabierta y sin enrejar, aseguré mi revólver en mi bolsillo y entré con precaución: era un salón como cualquier otro. Una lámpara eléctrica de bolsillo me permitió entrar en una recámara, subí luego por una escalera donde no se distinguía nada, ni se llegaba a ninguna parte porque los cuartos no estaban numerados. Por lo demás no entendía nada, estaba como si me hubieran embrujado; inexplicablemente tuve la idea de quitarme el pantalón y seguir mi angustiosa exploración vestido sólo con la camisa. Poco a poco fui quitándome toda la ropa y la fui dejando sobre una silla; sólo conservé mis zapatos.
Caminaba al azar y sin sentido, con una lámpara en la mano izquierda y el revólver en la mano derecha. Un ligero ruido me hizo apagar bruscamente la lámpara; inmóvil, me detuve a escuchar, mientras mi respiración se volvía irregular. Pasaron largos minutos de angustia sin oír ningún ruido, volví a encender la lámpara y un grito breve me hizo huir con tanta precipitación que olvidé mis vestidos sobre la silla.
Sentí que me seguían; salté corriendo por la ventana y me fui a esconder a una avenida; apenas me había dado la vuelta para vigilar el castillo, cuando vi que una mujer desnuda aparecía en el hueco de la ventana: saltaba como yo al parque y huía corriendo hacia los matorrales de espinos.
Nada fue más extraño para mí, durante esos minutos de extraña emoción, que mi desnudez al viento en la avenida del jardín desconocido; todo pasó como si no estuviese ya sobre la tierra; tanto más cuanto que la borrasca proseguía en su furia, pero con bastante tibieza como para insinuar un deseo brutal; no sabía qué hacer con el revólver que llevaba todavía en la mano: ya no tenía bolsillos en donde meterlo y, al perseguir a la mujer que había visto pasar, sin reconocerla, parecía evidente que la buscaba para matarla. El ruido de los elementos en cólera, el estruendo de los árboles y de la sábana me impedían discernir nada definido en mi voluntad o en mis gestos.
Me detuve de repente y sin aliento: había llegado al arbusto donde acababa de desaparecer la sombra. Exaltado por mi revólver, comencé a mirar de un lado a otro y de repente me pareció que la realidad entera se desgarraba: una mano llena de saliva tomaba mi verga y la agitaba; sentí un beso baboso y caliente en la raíz del culo; el pecho desnudo y las piernas desnudas de una mujer se pegaban a mis piernas con un sobresalto de orgasmo. Apenas tuve tiempo de darme vuelta para escupir mi semen en el rostro de mi adorable Simone: con el revólver en la mano sentí un estremecimiento que me recorría con la misma violencia que la de la borrasca, mis dientes castañeteaban y salía espuma de mis labios; con los brazos torcidos apreté compulsivamente mi revólver y, a pesar mío, se dispararon tres balazos feroces y ciegos en dirección al castillo.
viernes, 30 de octubre de 2009
La historia del ojo (9)
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