viernes, 24 de abril de 2009

La batalla de Santiago. 1. Inés Juárez

No habían pasado aún nueve meses desde la fundación oficial de Santiago cuando la ciudad sufrió un ataque que la arrasó. Lo cuenta Pedro Mariño de Lobera en el capítulo XV de su Crónica del Reino de Chile

Estando los cincuenta españoles de la ciudad de Santiago ( al mando del Teniente General de Gobernador Alonso de Monroy ) con las armas en las manos esperando a los enemigos, veis aquí cuando un domingo a los once de setiembre de 1541, tres horas antes del día llegaron sobre la ciudad los indios de guerra repartidos en cuatro escuadrones para derribar por tierra las paredes y quitar las vidas a las personas. Y aunque la multitud de bárbaros y el orden y disposición de sus compañías, el pavor de sus alaridos y la obscuridad de la noche eran todos motivos para atemorizar a los ciudadanos, con todo eso no hubo hombre entre ellos que desmayase, antes mostrando un valor invencible pelearon todos con lanza y adarga, dando y recibiendo heridas por todo aquel espacio de tiempo que duró la obscuridad de la noche. Mas como empezase a salir la aurora y anduviese la batalla muy sangrienta, comenzaron también los siete caciques que estaban presos a dar voces a los suyos para que los socorriesen libertándoles de la prisión en que estaban. Oyó estas voces doña Inés Juárez, que estaba en la misma casa donde estaban presos, y tomando una espada en las manos se fué determinadamente para ellos
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y dijo a los dos hombres que los guardaban, llamados Francisco Rubio y Hernando de la Torre que matasen luego a los caciques antes que fuesen socorridos de los suyos. Y diciéndole Hernando de la Torre, más cortado de terror que con bríos para cortar cabezas:

-Señora, ¿de qué manera los tengo yo de matar?

Respondió ella:

-Desta manera.
Y desenvainando la espada los mató a todos con tan varonil ánimo como si fuera un Roldán o Cid, Ruy Díaz. No me acuerdo yo haber leído historia en que se refieran tan varoniles hazañas de mujeres como las hicieron algunas en este reino, según constará por el discurso de la nuestra, donde verá el lector haberse hallado algunas en Chile que sepueden comparar con aquella famosísima Alartesia y Lampeda, que ganaron por sus personas, antiguamente, la mayor parte de la Europa y algunas ciudades de Asia, y no con la certidumbre de las que hablamos, pues las historias que tratan de aquellas y otras semejantes mujeres belicosas, como Oritia, Minitia Harpálica, Pentesilea, Hípólita y Harpe, no son tan auténticas ni tienen tantos fundamentos de credulidad; y desta doña Inés Juárez y sus hechos y de las demás mujeres de que hago mención en esta historia, hay muchos testigos le vista muy fidedignos y de autoridad en mayores cosas que son hoy vivas y lo afirman todos unánimes en lo que atestiguan. Habiendo, pues, esta señora quitado las vidas a los caciques, dijo a los dos soldados que los guardaban que, pues no habían sido ellos para otro tanto, hiciesen siquiera otra cosa, que era sacar los cuerpos muertos a la plaza para que viéndolos así los demás indios cobrasen temor de los españoles. Eso se puso luego en ejecución, saliendo los dos soldados a pelear en la batalla, la cual duró gran parte del día, corriendo siempre sangre por las heridas que se recibían de ambos bandos. Y fué cosa de grande maravilla el ver que tan pocos españoles pudiesen resistir tanto tiempo a tan excesivo número de bárbaros de grandes fuerzas y determinación en la guerra, mayormente viéndolos ya posesionados de la ciudad, que estaba llena de ellos por todas partes, donde apenas se podía discernir cuál era el mayor número, el de los vivos o el de los muertos.

Viendo doña Inés Juárez que el negocio iba de rota batida y se iba declarando la victoria por los indios, echó sobre sus hombros una cota de malla y se puso juntamente una cuera de anta y desta manera salió a la plaza y se puso delante de todos los soldados animándolos con palabras de tanta ponderación, que eran más de un valeroso capitán hecho a las armas que de una mujer ejercitada en su almohadilla. Y juntamente les dijo que si alguno se sentía fatigado de las heridas acudiesea ella a ser curado por su mano, a lo cual concurrieron algunos, a los cuales curaba ella como mejor podía, casi siempre entre los pies de los caballos; y en acabando de curarlos, les persuadía y animaba a meterse de nuevo en la batalla para dar socorro a los demás queandaban en ella y ya casi desfallecían. Y sucedió que acabado de curar un caballero se halló tan desflaquecido del largo cansancio y mucha sangre derramada de sus venas que intentando subir en su caballo para volver a la batalla no pudo subir por falta de apoyo, lo cual suplió tan bastamente esta señora que poniéndose ella misma en el suelo le sirvió de apoyo para que subiese, cosa cierta que no poco apoya las excelentes hazañas desta mujer y la diuturnidad de su memoria.

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