Fuimos a la batalla de flores. Un joven con acento nizardo o monegasco miró a Florence. Ella volvió la cabeza sonriendo. Yo sufría más de lo que se sufre en cualquiera de los círculos del infierno de Dante.
Durante la batalla de flores, lo volvimos a ver. Estaba solo en un coche adornado con profusión de flores exóticas. Nosotros estábamos en un Victoria que le volvía loco a uno, pues Florence había querido que estuviera enteramente adornado con nardos.
Cuando el coche del joven cruzaba junto al nuestro, arrojaba flores a Florence, que lo miraba amorosamente mientras le arrojaba manojos de nardos.
Una vez, excitada, arrojó muy fuerte un ramillete cuyos tallos y flores, blandos y viscosos, dejaron una mancha sobre el traje de franela del guapo. Inmediatamente Florence se disculpó y, apeándose sin ceremonias, subió al coche del joven.
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Era un joven nizardo enriquecido en el comercio de aceite de oliva que le había dejado su padre.
Próspero, éste era el nombre del joven, recibió a mi mujer sin ceremonias y, al final de la batalla, su coche tuvo el primer premio y el mío el segundo. La banda tocaba. Vi como mi mujer ondeaba la banderola ganada por mi rival, al que besaba en la boca.
Por la noche, ella exigió cenar conmigo y con Próspero, al que condujo a nuestra villa. La noche era exquisita y yo sufría.
Mi mujer nos hizo entrar a los dos en el dormitorio, yo triste hasta la muerte y Próspero muy asombrado y un poco molesto por su buena fortuna.
Ella me señaló un sillón diciendo:
–Va a asistir a una clase de voluptuosidad, trate de aprovechar.
Luego pidió a Próspero que la desnudara: él lo hizo con una cierta gracia.
Florence era encantadora. Su carne firme, y más llena de lo que parecía, palpitaba bajo la mano del nizardo. El se desnudó también y su miembro estaba erecto. Me di cuenta con alegría que no era más grande que el mío. Era incluso más pequeño y delgado. Era en suma una auténtica verga de virgo. Los dos eran encantadores; ella, bien peinada, con los ojos chispeantes de deseo, rosada en su camisón de encajes.
Próspero le chupó los pechos, que destacaban como arrulladoras palomas y, pasando la mano bajo el camisón, la masturbó un poquito mientras ella se entretenía mamando el miembro que dejaba escapar de vez en cuando y que entonces iba a restallar contra el vientre del joven. Yo lloraba en mi sillón. De golpe, Próspero tomó a mi mujer en brazos y le levantó el camisón por detrás; su bonito culo regordete apareció lleno de hoyuelos.
Próspero le dio una azotaina mientras ella reía; sobre este trasero las rosas se mezclaron con los lises. Al poco ella se puso seria y dijo:
–Tómame.
El la llevó a la cama y oí el grito de dolor que lanzó mi mujer, cuando el himen desgarrado dejó paso libre al miembro de su vencedor.
Ya no me hacían el menor caso. Yo sollozaba, gozando de mi dolor a pesar de todo; sin poder aguantarme, saqué rápidamente mi miembro y me masturbé en su honor.
Ellos fornicaron una decena de veces. Luego mi mujer, como si se diera cuenta de mi presencia, me dijo:
–Ven a ver, mi querido marido, el buen trabajo que ha hecho Próspero.
Me acerqué a la cama, el miembro al aire, y viendo que mi verga era más grande que la de Próspero, le despreció. Me masturbó diciendo:
–Próspero, su verga no vale nada, pues la de mi marido, que es un idiota, es más grande que la suya. Usted me ha engañado. Mi marido me vengará. André –ese era yo– azota a este hombre hasta que sangre.
Me arrojé sobre él y, empuñando un látigo para perros que estaba encima de la mesita de noche, lo fustigué con toda la fuerza que me daban mis celos. Lo azoté mucho rato. Yo era el más fuerte y al final mi mujer tuvo piedad de él. Le hizo vestirse y lo despachó con un adiós definitivo.
Cuando se hubo marchado, creí que se habían acabado mis desgracias. ¡Ay! me dijo:
–André, déme su verga.
Me masturbó, pero no permitió que la tocara. Enseguida, llamó a su perro, un bello danés, que masturbó un instante. Cuando su miembro puntiagudo estuvo erecto, hizo montar al perro encima suyo, ordenándome que ayudara a la bestia cuya lengua colgaba y que jadeaba de voluptuosidad. Sufría tanto que me desmayé al eyacular. Cuando volví en mí, Florence me llamaba a gritos. El pene del perro, una vez dentro, ya no quería salir. Los dos, mi mujer y el animal, hacía media hora que se forzaban infructuosamente, sin conseguir desengancharse. Una nudosidad retenía el miembro de! danés dentro de la estrecha vagina de mi mujer. Utilicé agua fría y rápidamente les devolví la libertad. Desde ese día mi mujer perdió las ganas de hacer el amor con perros. Para recompensar mis servicios, me masturbó y luego me envió a acostarme a mi habitación.
sábado, 21 de marzo de 2009
Las once mil vergas (XLVI)
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