Hizo un signo al tártaro que desencoñó inmediatamente. Los dos se precipitaron sobre Mony y lo desarmaron. La mujer empuñó una verga y el tártaro, el knut. La mirada encendida por la ira, animados por la esperanza de vengarse, empezaron a azotar cruelmente al oficial que les había hecho sufrir. Fue inútil que Mony gritara y se debatiera, los golpes no perdonaron ningún rincón de su cuerpo. Sin embargo, el tártaro, temiendo que su venganza sobre un oficial tuviera consecuencias funestas, arrojó pronto su knut, contentándose, como la mujer, con una simple verga. Mony saltaba bajo la fustigación y la mujer se encarnizaba especialmente sobre el vientre, los testículos y el miembro del príncipe.
Mientras tanto, el danés, esposo de la muda, se había dado cuenta de su desaparición pues su hijita reclamaba el pecho de la madre. Tomó a la criatura en brazos y salió en busca de su mujer.
Un soldado le indicó la tienda donde estaba sin decirle lo que hacía allí. Loco de celos, el danés echó a correr, levantó la lona y penetró en la tienda. El espectáculo era poco común: su mujer, ensangrentada y desnuda, en compañía de un tártaro ensangrentado y desnudo, azotaba a un joven.
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El knut estaba tirado en tierra; el danés dejó a su hija en el suelo, empuñó el knut y golpeó con todas sus fuerzas a su mujer y al tártaro, que cayeron al suelo aullando de dolor.
Bajo los golpes, el miembro de Mony se había enderezado, tenía una enorme erección, contemplando esta escena conyugal.
La niñita lloraba en el suelo. Mony se apoderó de ella y, desfajándola, besó su culito rosado y su rajita gordezuela y lisa, luego colocándola sobre su miembro y tapándole la boca con una mano, la violó; su verga desgarró las carnes infantiles. Mony no tardó en gozar. Descargaba cuando el padre y la madre, dándose cuenta demasiado tarde de este crimen, se abalanzaron encima suyo.
La madre se apoderó de la niña. El tártaro se vistió deprisa y se eclipsó; pero el danés, con los ojos inyectados en sangre, levantó el knut. Iba a asestar un golpe mortal a la cabeza de Mony, cuando vio en tierra el uniforme de oficial. Su brazo descendió, pues sabía que un oficial ruso es sagrado, puede violar, robar, pero el mercachifle que ose ponerle una mano encima será colgado inmediatamente.
Mony comprendió todo lo que pasaba por la cabeza del danés. Se aprovechó de ello, se levantó y empuñó su revólver con rapidez. Con aire despreciativo ordenó al danés que se bajara los pantalones. Luego, apuntándole con el revólver, le ordenó que enculara a su hija. Las súplicas del danés fueron inútiles, tuvo que introducir su mezquino miembro en el tierno culo de la desmayada criatura.
Mientras tanto, Mony, armado con una verga y empuñando su revólver con la mano izquierda, hacía llover los golpes sobre la espalda de la muda, que sollozaba y se retorcía de dolor. La verga caía sobre una carne hinchada por los golpes precedentes, y el dolor que sufría la pobre mujer constituía un horrible espectáculo. Mony lo soportó con admirable valentía y su brazo se mantuvo firme hasta el momento en que el desgraciado padre hubo descargado en el culo de su hijita.
Entonces Mony se vistió, y ordenó a la danesa que hiciera lo mismo. Luego ayudó amablemente a la pareja a reanimar a la niña.
–Madre sin entrañas –dijo a la muda– su hija quiere mamar, ¿no lo ve?
El danés hizo señas a su mujer quien, castamente, desnudó su seno y dio de mamar a la criatura.
–En cuanto a usted –dijo Mony al danés- tenga cuidado, ha violado a su hija delante de mí. Puedo perderle. Vaya en paz. De ahora en adelante su suerte depende de mi buena voluntad. Si es discreto, le protegeré, pero si cuenta lo que ha pasado aquí, será colgado.
El danés besó la mano del despierto oficial vertiendo lágrimas de agradecimiento y se llevó consigo rápidamente a su mujer y a su hija.
lunes, 9 de febrero de 2009
Las once mil vergas (XLI)
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