Mientras tanto, el general Munin había hecho entrar a un muchachito chino, muy lindo y atemorizado.
Sus ojos oblicuos vueltos hacia la pareja que hacía el amor no paraban de parpadear.
El general le desnudó y le chupó su colita que apenas alcanzaba el tamaño de una azufaifa.
A continuación lo giró y le dio una azotaina en su culito flaco y amarillo. Cogió su enorme sable y se lo colocó cerca.
Luego enculó al muchachito, que debía conocer esta manera de civilizar Manchuria, pues meneaba su cuerpecito de esponja china de forma muy experimentada.
El general decía:
–Goza mucho, mi Haidyn, yo también estoy gozando.
Y su verga salía casi por entero del cuerpo del chinito para volver a entrar inmediatamente. Cuando llegó al límite de sus goces, tomó el sable y, con los dientes apretados, sin dejar de culear, le cortó la cabeza al chinito cuyos últimos espasmos le llevaron al paroxismo, mientras la sangre brotaba del cuello como el agua de una fuente.
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Después de eso el general desenculó y se limpió la cola con su pañuelo. Luego limpió su sable y, agarrando la cabeza del pequeño decapitado, la enseñó a Mony y a Haidyn que ya habían cambiado de posición.
La circasiana cabalgaba con rabia sobre Mony. Sus pechos bailoteaban y su culo se alzaba frenéticamente. Las manos de Mony palpaban esas grandes y maravillosas nalgas.
–Mirad como sonríe amablemente el chinito –dijo el general.
La cabeza mostraba una horrible mueca, pero su aspecto redobló la rabia erótica de los dos fornicadores que culearon con muchísimo más ardor.
El general soltó la cabeza, luego, tomando a su mujer por las caderas, le introdujo su miembro en el culo. El goce de Mony aumentó. Las dos vergas, separadas apenas por un estrecho tabique, chocaban de frente aumentando los goces de la joven que mordía a Mony y se ondulaba como una víbora. La triple descarga tuvo lugar simultáneamente.
El trío se separó y el general, tan pronto se puso en pie, blandió su sable gritando:
–Ahora, príncipe Vibescu, debéis morir, ¡habéis visto demasiado!
Pero Mony le desarmó sin ninguna dificultad.
A continuación le ató de pies y manos y le acostó en un rincón del furgón, junto al cadáver del chinito. Luego, continuó hasta la mañana sus deleitosas fornicaciones con la generala. Cuando la dejó, estaba fatigada y dormida. El general también dormía, atado de pies y manos.
Mony fue a la tienda de Fedor: allí también se había copulado durante toda la noche. Alexine, Culculine, Fedor y Cornaboeux dormían desnudos y en confusión sobre-unos mantos. El semen se pegaba a los pelos de las mujeres y los miembros de los hombres pendían lamentablemente.
Mony les dejó dormir y empezó a errar por el campamento. Se esperaba un próximo combate con los japoneses. Los soldados se equipaban o comían. Los de caballería cuidaban a sus caballos. Un cosaco que tenía frío en las manos se las calentaba en el coño de su yegua. La bestia relinchaba dulcemente; de golpe, el cosaco, enardecido, subió a una silla colocada detrás de su bestia y sacando una enorme verga larga como un asta de lanza, la hizo penetrar con gran delicia en la vulva animal que segregaba un jugo caballar muy afrodisíaco, pues el bruto humano descargó tres veces con grandes movimientos de culo antes de desencoñar.
Un oficial que se dio cuenta de este acto bestial se aproximó al soldado con Mony. Le reprochó vivamente el haberse dejado arrastrar por la pasión:
–Amigo mío –le dijo–, la masturbación es una virtud militar.
jueves, 8 de enero de 2009
Las once mil vergas (XXXVIII)
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4 comentarios:
¡Cuánto tiempo! Sí, habrá más. Tú sí que me encantas.
Cuánto amor se respira, jope. Qué bonito.
(nota mental: el anonimato está gracioso)
Como decía Mecano, hay llamas que ni con el mar
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