Se aplaudió calurosamente mientras los gritos de la alemana se hacían cada vez más roncos. Su culo se agitaba por un instante a cada vergajazo, luego se levantaba; las apretadas nalgas se iban separando; entonces se vislumbraba el ojo del culo y debajo, el coño, abierto y húmedo.
Poco a poco, pareció acostumbrarse a los golpes. A cada chasqueo de la verga, la espalda se levantaba débilmente, el culo se entreabría y el coño bostezaba de satisfacción como si un goce imprevisto se apoderara de ella.
Pronto perdió el equilibrio, como sofocada por el goce, y Mony, en ese momento, detuvo la mano del tártaro.
Le devolvió el knut y el hombre, muy excitado, loco de deseo, empezó a azotar la espalda de la alemana con esta cruel arma. Cada golpe dejaba varias marcas sangrantes y profundas pues, en vez de levantar el knut después de haberlo abatido, el tártaro lo atraía hacia él de manera que las limaduras adheridas a las tiras arrastraban trozos de piel y de carne, que enseguida caían por todas partes, manchando con gotitas sangrientas los uniformes de la soldadesca.
La alemana ya no sentía el dolor, se ondulaba, se retorcía y silbaba de gozo.
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Su cara estaba encarnada, babeaba y, cuando Mony ordenó parar al tártaro, las marcas de la palabra puta habían desaparecido, pues la espalda no era más que una llaga.
El tártaro permaneció erguido, empuñando el ensangrentado knut; parecía pedir un gesto de aprobación, pero Mony le miró con aire despreciativo: “Habías empezado bien, pero has acabado mal. Esta obra es detestable. Has golpeado como un ignorante. Soldados, llevaros a esa mujer y traedme a una de sus compañeras a la tienda de ahí al lado: está vacía. Voy a tenérmelas con este miserable tártaro”.
Despachó a los soldados, algunos de los cuales se llevaron a la alemana, y el príncipe entró en la tienda con su condenado.
Con todas sus fuerzas, empezó a azotarlo con las dos vergas. El tártaro, excitado por el espectáculo que acababa de presenciar y cuyo protagonista era él mismo, no retuvo demasiado tiempo el esperma que bullía en sus testículos. Bajo los golpes de Mony, su miembro se irguió y el semen que saltó fue a estrellarse contra la lona de la tienda.
En este momento, trajeron a otra mujer. Estaba en camisón pues la habían sorprendido en la cama. Su rostro expresaba estupefacción y un profundo terror. Era muda y su gaznate dejaba escapar unos sonidos inarticulados y roncos.
Era una bella muchacha, originaria de Suecia. Hija del jefe de la cantina, se había casado con un danés, socio de su padre. Había dado a luz cuatro meses antes y amamantaba ella misma a su hijo. Debía tener veinticuatro años. Sus senos repletos de leche –pues era una buena ama de cría– abombaban el camisón.
Sólo verla, Mony despidió a los soldados que la habían traído y le levantó el camisón. Los gruesos muslos de la sueca parecían fustes de columna y aguantaban un soberbio edificio; su pelo era dorado y estaba graciosamente rizado. Mony ordenó al tártaro que la azotara mientras él la masturbaba con la boca. Los golpes llovían sobre los brazos de la bella muda, pero abajo la boca del príncipe recogía el licor amoroso que destilaba ese coño boreal.
A continuación se tendió desnudo en la cama, después de haber quitado el camisón a la mujer que estaba enardecida. Ella se colocó encima suyo y el miembro entró profundamente entre los muslos de una deslumbrante blancura. Su culo macizo y firme se agitaba cadenciosamente. El príncipe tomó un seno en la boca y empezó a mamar una leche deliciosa.
El tártaro no estaba inactivo, sino que, haciendo silbar la verga, aplicaba rudos golpes en el mapamundi de la muda, con lo que activaba sus goces. Golpeaba como un poseído, rayando ese culo sublime, marcando sin ningún respeto los bellos hombros blancos y carnosos, dejando surcos en la espalda. Mony, que ya había trabajado mucho, tardó en llegar al éxtasis y la muda, excitada por la verga, gozó una quincena de veces, mientras él lo hacía una vez.
Entonces, se levantó y, viendo la bella erección del tártaro, le ordenó que ensartara como los perros a la bella ama de cría que aún no parecía saciada, y él mismo, tomando el knut, ensangrentó la espalda del soldado, que gozaba lanzando gritos terribles.
El tártaro no abandonaba su puesto. Soportando estoicamente los golpes propinados por el terrible knut, laboraba sin descanso en el reducto amoroso donde se había alojado. Allí depositó por cinco veces su ardiente oferta. Luego quedó inmóvil encima de la mujer, agitada todavía por estremecimientos voluptuosos.
Pero el príncipe le insultó, había'encendido un cigarrillo y quemó en diversos lugares los hombros del tártaro. A continuación le colocó una cerilla encendida sobre los testículos y la quemadura tuvo el don de reanimar al infatigable miembro. El tártaro volvió a partir rumbo a una nueva descarga. Mony tomó el knut de nuevo y golpeó con todas sus fuerzas sobre los cuerpos unidos del tártaro y de la muda; la sangre manaba, los golpes llovían, haciendo clac. Mony blasfemaba en francés, en rumano y en ruso. El tártaro gozaba terriblemente, pero una sombra de odio hacia Mony pasó por sus ojos. Conocía el lenguaje de los mudos y, pasando su mano por delante del rostro de su compañera, le hizo unos signos que ella comprendió de maravilla.
Hacia el final de la cópula, Mony tuvo un nuevo capricho: aplicó su encendido cigarrillo sobre la punta del seno húmedo de la muda. Una gotita de leche que coronaba el estirado pezón, apagó el cigarrillo, pero la mujer lanzó un rugido de terror mientras descargaba.
martes, 27 de enero de 2009
Las once mil vergas (XL)
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